La escuela El Espinillo lleva 17 años con programas de atención a la diversidad e implantando valores con los que combaten el estigma del barrio al que pertenecen.
En uno de los barrios más desfavorecidos de Madrid se sitúa uno de los mejores colegios públicos de la capital: El Espinillo. Desde hace años despunta en los ‘rankings’ educativos gracias a un programa muy definido de atención a la diversidad y a su organización exhaustiva en todos los niveles educativos.
Al salir de la parada de metro Ciudad de los Ángeles, en el sur de Madrid, el paisaje se dibuja con bloques de ladrillo salpicados de toldos verdes. A un lado, una empresa de camiones da la bienvenida al barrio y unas medianeras verdes acompañan al paseante. Al fondo la M-40, que rodea y delimita las afueras de Madrid y rompe con el horizonte y marca la frontera.
Cerca de allí se oyen las risas y los gritos de decenas de niños que se resguardan en las sombras durante el recreo en un día especialmente caluroso de junio, mientras los cuidadores los refrescan con agua. A simple vista nada llama la atención en el colegio El Espinillo (Villaverde) aunque tras su verja esté uno de los mejores colegios públicos de la ciudad.
Con un 8,5 de nota media en la prueba de sexto de Primaria que realizaron todos los centros madrileños en 2015 y entre un 90 y un 100% de aprobados, su posición en el podio de los mejores centros es una rareza en un barrio que suele estar a la cola de todas las clasificaciones. Su tasa de paro está cerca del 15% y la renta media anual ronda los 25.000 euros. [Renta de Madrid por manzanas]
Sin embargo, cuando la directora María Ciprián llegó a este centro hace 17 años la situación era muy distinta. Se encontró un colegio donde la única autoridad que regía las aulas era la cultura del miedo. “Aquí hay una población muy diversa: de muchas etnias y nacionalidades. Algunas se sentían superiores. Era habitual el ‘te espero a la salida’, o ‘si no me das esto, te hago tal cosa’… Estuvimos trabajando en ello hace muchos años y la cultura del miedo despareció”, recuerda desde la sala de profesores del centro. “Ya no hay ni payos ni gitanos, ni inmigrantes ni niños de tercera o de primera generación. Hay alumnos y punto. Y en la medida en que eso se equilibra, no lo resultados académicos sino en respeto, todo cambia y entonces suben las calificaciones”.
Diversidad académica y disciplina
La receta de su éxito académico se basa en dos pilares fundamentales. Por un lado una “exhaustiva atención a la diversidad”, con grupos diferenciados donde se atiende a las necesidades de cada alumno de manera individualizada. “Al principio de curso se determina quiénes tienen alguna dificultad y necesitan ir al grupo de necesidades educativas especiales con un currículo adaptado a ellos. Luego hay otro grupo que, sin llegar a ese punto, sí necesita ayuda de un especialista en audición, lenguaje y pedagogía y se estudia cómo se va a hacer. Y luego hay un tercer bloque de refuerzo para determinadas materias, en las cinco horas a la semana que tienen los profesores para dar clases de apoyo”, explica la directora.
Los menores siguen recibiendo clase en el curso que les pertenece, con el resto de alumnos, pero tienen material y exámenes adaptados a sus necesidades. La pregunta es obligada: ¿no se hace así en el resto de colegios? “Se debería hacer, pero yo he tenido compañeros en otros centros que pasaban olímpicamente porque, al final, es más trabajo. Además, si no se hace apoyo, es una hora que tengo libre”, señala Clara Ramírez, tutora de 6º de Primaria que lleva dos años en el centro. Lo que más le sorprendió al llegar aquí es la minuciosa coordinación entre profesores del mismo y de diferente nivel, algo en lo que coinciden sus compañeros de curso, Montaña Durán y Jesús Sánchez.
“En otros colegios, cada profesor va a lo suyo, hay mucho egoísmo y también es más fácil así, porque si hago lo que quiero nadie me va a corregir. Aquí no puedes ir a tu aire porque perjudica al compañero, pues los criterios de evaluación son iguales para todos y todos los grupos van a la vez”, explica Clara.
La disciplina que llevan los profesores es otra marca de identidad que comparte todo el centro y el segundo de los pilares en los que se sustenta su filosofía. Al llegar la directora actual, hace casi dos décadas, el otro gran desafío al que se enfrentó fue delimitar los espacios y horarios a que accedían alumnos, profesores y padres al centro: “Aunque parezca una trivialidad, no lo es: cada uno debe saber cuándo puede acceder al aula, al centro, tener su espacio y su momento, igual que en un trabajo. Había que imponer un orden, unos valores y una disciplina, sobre todo en la zona donde estamos”.
El buen comportamiento de los niños es otra de las cosas que más sorprenden a los profesores cuando son destinados a este centro. “Y la atención de los padres, porque las familias valoran y respetan tu trabajo”, explica Jesús Sánchez, tutor de 6º C que lleva un año dando clase en El Espinillo. De nuevo, esto también es mérito de la nueva dirección. “Cuando llegué aquí me propuse dignificar la profesión, para que ningún padre me viniese a poner en entredicho su labor”, comenta María. “Aunque tengan razón, jamás me pongo del lado de un padre delante de un profesor”.
Multiculturalidad en las aulas
A la salida de clase, después del comedor, Rosa Casillas recoge a sus hijas de 3º de Infantil y 4º de la ESO. Ella es vecina del barrio y aunque por la zona le tocaba otro colegio, quería que fueran a El Espinillo por las altas notas que le preceden. “Lo tenía claro, y estoy encantada con los resultados”, confiesa.
Los profesores reconocen que cuando les comunicaron que les destinaban a Villaverde no les hizo tanta ilusión. “Cuando me dijeron que a Villaverde, pues piensas, pfff, con la imagen que tiene…, pero luego llegas aquí y ves que no tiene nada que ver, los padres son muy amables y hay de todo, como en todos sitios”, apunta Montaña.
Los 700 alumnos de este centro reflejan la diversidad del barrio, donde el 16,9% de la población es extranjera, cuatro puntos por encima de la media de la capital. Entre sus pupitres se encuentran múltiples nacionalidades, circunstancia que aprovechan a la hora de hablar de otros países de Europa, aprender de China o estudiar sobre Latinoamérica. Sin embargo, la mayoría no tienen ya un pasaporte extranjero, porque son segunda o tercera generación de inmigrantes.
Padres y profesores intentan trabajar codo con codo en las tutorías, a veces complicadas de concertar por las largas jornadas de trabajo y la precariedad laboral de los primeros. Villaverde es, de hecho, uno de los barrios que más notaron la crisis. A veces, además de profesores, también hacen de psicólogos: “Algunos niños vienen con problemas de casa, con familias desectructuradas. Lo tratamos de manera sensible, pero hay alumnos que se niegan a que los ayudes porque están enfadados con la vida, que no les ha sonreído, no es la que habrían elegido”, lamenta la directora. “Aquí lo que haces es paliar en la medida de lo posible y que se olviden durante unas horas de lo que hay en su casa”.
Falta de recursos
Las buenas notas en sexto de Primaria que buscan los padres que matriculan aquí a sus hijos no surgen de un año para otro. Son fruto de una alta formación desde los cursos más bajos, que los convierte en los primeros de la clase cuando llegan al instituto. Su enseñanza se basa en el aprendizaje por competencias en lugar de limitarse a soltar el temario en clase: “Es un concepto que mucha gente no tiene interiorizado: trabajar no es dar una clase magistral, sino entregar lo que quieres que el chico sepa, aprenda y utilice”, explican.
Además, preparan durante todo el año la famosa prueba CDI (Conocimientos y Destrezas Indispensables) que hacen todos los colegios de la capital, con test y pruebas orientadas a que, llegado el gran día, sea tan solo un examen más para los alumnos del último año de Primaria, reduciendo el estrés y mejorando los resultados. Tienen una tasa muy baja de repetidores —“de uno o dos como mucho por clase”— e incluso estos aprueban matemáticas y lengua.
Sin embargo, últimamente se están encontrando con una situación que les preocupa en los primeros años de Infantil. “No saben hablar, estamos encontrándonos con muchos problemas de lenguaje: no saben articular, pedir o interpretar una orden, ¿y sabes por qué? Porque hay un trato muy infantil, el niño es niño, pero no es tonto, y muchos vienen de familias donde hablan mal en casa o no les corrigen”, explica la directora.
Echan en falta por parte de la Administración más recursos humanos para los alumnos con dificultades, por ejemplo en trastorno en déficit de atención, y un cambio en el modelo de la Compensatoria, el curso especial para los que han repetido más de una vez. “No tiene ningún sentido que si el alumno está trabajando con materiales dos niveles por debajo de su edad, luego le pongas un examen dos cursos por encima de lo que ha estado haciendo, es muy frustrante para ellos”, se queja Jesús Sánchez. Tampoco creen en el sistema del bilingüismo impuesto en la comunidad, por las experiencias de otros centros donde ha bajado el nivel de los alumnos en materias como Ciencias. En su lugar, tienen ampliación horaria y dan cinco horas en este idioma en lugar de tres, un sistema que les funciona mejor.
“A veces, el sistema se equivoca. Sabe que hay niños que son diferentes pero a la hora de evaluar no lo tiene en cuenta”, comparte la directora. Mientras van solventando los lagunas del sistema que encuentran en su camino con los escasos recursos de los que disponen, reivindican la labor de la enseñanza pública que, en casos como el suyo, supera a muchos centros privados y concertados: “Parece que la enseñanza pública es como el hermano pobre de la enseñanza y no es verdad en absoluto”, defiende María Ciprián. “Yo la prueba la tengo y es la que digo a los padres: los hijos de los profesores están todos aquí”.