Frente a quienes pretenden imponernos un Estado de vigilancia, yo propongo que seamos los ciudadanos quienes permanezcamos vigilantes ante las arbitrariedades de los poderes públicos del Estado. Excepto en aquéllos que no sean capaces de vigilarse y controlarse a sí mismos.
Mis lectores habituales conocen bien mi honda preocupación por la deriva punitivista en la que se ha embarcado la sociedad contemporánea. El derecho penal liberal está cediendo terreno a pasos agigantados a favor de concepciones penales propias de regímenes autoritarios. Mientras que en las democracias liberales la pena se caracteriza por su carácter reactivo (se concibe como respuesta a un acto delictivo cometido por el autor), los Estados totalitarios presentan modelos penales prospectivos, en los que la pena no obedece a la comisión de un hecho concreto sino a la hipotética peligrosidad del individuo. Se trata de un derecho penal sin delito, en el que prima la prevención del hecho futuro y en el que la libertad cede en pos de la seguridad.
En los últimos años nuestra sociedad ha estado inmersa en una especie de compás de espera, dando pasos vacilantes, aunque no definitivos, hacia concepciones penales más represivas. Es lo que algunos autores han calificado como “Estado vigilante”.
Los instrumentos que han servido a los Estados para ahondar en esta idea son Internet y las redes sociales. A través de ellos, hemos asistido a un proceso de universalización del acceso a la información y de globalización de los contenidos que ha supuesto una eclosión de la libertad de expresión sin precedentes históricos. En las RRSS hemos expuesto nuestros datos personales, nuestros gustos, nuestras amistades, nuestras afinidades y nuestra ideología. Acudimos a ellas en busca de información y opiniones de una forma más cómoda y accesible que la tradicional.
Nebulosa legislativa
Por eso la política ha encontrado en ellas un lugar perfecto para colocar mensajes y captar adeptos a su causa. El problema es que el poder también ha visto sus enormes posibilidades represivas: quien controle el flujo de información en la red controlará también el relato. Llevamos mucho tiempo observando cómo gobiernos y partidos políticos crean perfiles y cuentas con estos fines y cómo se van dando pasos hacia la categorización de contenidos, con la aparición de los llamados verificadores. Se trata de empresas privadas cuya misión es, básicamente, etiquetar una información o publicación como verdad o bulo. Aunque es indiscutible que pueden ser una herramienta social útil, no es menos cierto que también pueden ser usadas de forma tendenciosa y que su neutralidad es discutida y discutible. Se trata de una nebulosa legislativa en la que entran en juego derechos y libertades fundamentales, sobre la que algo escribiré en un futuro no muy lejano.
Llevan semanas repitiendo que sólo debemos confiar en las informaciones suministradas por las fuentes oficiales (es decir, el Gobierno), a pesar de que su falsabilidad ha quedado contrastadaPorque lo que ahora mismo me resulta más preocupante es la tendencia de nuestro Gobierno a asumir ese papel de verificador de la información. Algo que se ha acelerado en cuestión de apenas un mes, con la declaración del estado de alarma. Llevan semanas repitiendo que sólo debemos confiar en las informaciones suministradas por las fuentes oficiales (es decir, el Gobierno), a pesar de que su falsabilidad en lo que al coronavirus se refiere ha quedado contrastada en múltiples ocasiones.
Ante la imposibilidad de poner coto a la refutación publica de las tesis gubernamentales, hace unos días Grande-Marlaska, el ministro de Interior, anunció que los funcionarios públicos están monitorizando las redes sociales “con el fin de comprobar algunos discursos que puedan ser peligrosos o delictivos (…) y detectar campañas de desinformación”. He aquí esa potencialidad delictiva de la que les advertía al comienzo del artículo, ésa que señala a un mensaje o discurso no por su ilicitud declarada, sino por su peligrosidad.
Las investigaciones prospectivas están vedadas en nuestro ordenamiento jurídico. La Directiva del Parlamento Europeo de 8 de junio de 2000 impone a las empresas titulares de las RRSS aplicar un deber de diligencia para detectar y prevenir actividades ilegales, si bien se estipula muy claramente que: “Los Estados miembros no impondrán a los prestadores de servicios una obligación general de supervisar los datos que transmitan o almacenen, ni una obligación general de realizar búsquedas activas de hechos o circunstancias que indiquen actividades ilícitas (…)”. El TJUE ya declaró en su sentencia de 03/10/2019 que para que un Estado miembro pueda obligar a las empresas titulares de las RRSS a suprimir datos que almacene o bloquear el acceso a los mismos, el contenido de éstos tendrá que haber sido declarado ilícito con anterioridad por un tribunal, tras un proceso con todas las garantías.
Una cosa es investigar un acto presuntamente delictivo del que se tiene noticia y otra bien distinta es investigar con la excusa de estar buscando posibles delitosTanto la Directiva como el TJUE trasladan así al campo de las RRSS un principio clásico de nuestro derecho penal: la proscripción de las investigaciones prospectivas. José Manuel Maza, quien fuera fiscal general del Estado, las definió en el año 2017 como “aquellas investigaciones generales dirigidas a la búsqueda de ‘algo’ que pudiera ser un indicio de delito (…) dirigidas a explorar, sin verdadero soporte real, el posible hallazgo de eventuales infracciones penales”. Vamos, justo lo anunciado por Marlaska. Porque una cosa es investigar un acto presuntamente delictivo del que se tiene noticia y otra bien distinta es investigar con la excusa de estar buscando posibles delitos.
Veto a la coación estatal
La necesidad de vedar este tipo de investigaciones preventivas ha sido numerosas veces proclamada por el Tribunal Supremo pues, de lo contrario, “cualquier ciudadano podría verse sometido a una investigación basada en la mera apariencia. En realidad, se trata de aplicar el mismo principio que es exigible cuando se trata de restringir los derechos fundamentales del artículo 18 C.E., en este caso los derechos a la libertad personal y a la seguridad del artículo 17.1 del Texto Constitucional”.
Y a estas alturas ya sabrán todos ustedes (si no se lo recuerdo yo), que el estado de alarma no habilita al Gobierno a suspender nuestros derechos y libertades fundamentales. Podrá restringir temporalmente aquéllos que sean necesarios para poner fin a la emergencia sanitaria, pero la libertad de expresión no es uno de ellos.
Da igual que los ministros repitan una y otra vez, para justificarse, que “la desinformación es lo peor que nos puede ocurrir para luchar contra la pandemia”. Eso es mentira. Es un pretexto para cercenar el derecho que nos asiste como ciudadanos a fiscalizar la gestión del Gobierno. Una coartada para criminalizar la crítica e imponer un relato en el que jamás existieron la inacción y la falta de previsión gubernamental. Y lo de colar en el CIS preguntas capciosas que habiliten al Gobierno a adoptar medidas en pos de todo ello es la última demostración de hasta dónde están dispuestos a llegar cercenando nuestras libertades con el subterfugio clásico de la seguridad. Utilizando además toda la artillería institucional para ello, si es menester. Es algo tremendo, pero no inaudito en la historia de la humanidad.
En fin, quédense con esta idea: no hay mensaje más peligroso que el de quien se ampara precisamente en una peligrosidad potencial, incierta o futura, de los mensajes de otros para limitar nuestros derechos y libertades o vulnerarlos. Frente a quienes pretenden imponernos un Estado de vigilancia, yo propongo que seamos los ciudadanos quienes permanezcamos vigilantes ante las arbitrariedades de los poderes públicos del Estado. No dejemos que el coronavirus sea su excusa para que mermen nuestra libertad.