Aplaudirlos ahora, mientras hace unos meses nadie se preocupaba de sus míseros sueldos y de sus pésimas condiciones laborales que rozan la esclavitud, constituye un inequívoco acto de cinismo.
¿Por qué aplauden tan poco los alemanes a todos los héroes sanitarios que se dejan la piel en los hospitales para que la república siga resistiendo como un auténtico panzer los duros embistes del coronavirus? ¿A qué se debe esa flagrante falta de entusiasmo y de empatía con todas aquellas personas que han convertido su vocación y su compromiso en un sacrificio diario? ¿Se trata acaso de la conocida vergüenza alemana, de ese antológico pudor que les impide manifestar públicamente su agradecimiento por miedo a demostrar así su vulnerabilidad y cierta inconfesable humanidad?
Bien puede ser, pero también cabe plantearse otras opciones que en España nadie apenas se plantea. Y con razón, puesto que ya hemos visto cómo pasan sus horas muertas muchos vecinos españoles; vigilando y registrando si los demás ciudadanos salen a aplaudir a los balcones, computando la efusión y el ímpetu empleado en ese espectáculo de catarsis colectiva que tiene lugar todos los días a las ocho de la tarde. Y todo para acabar denunciándolos ante la todopoderosa comunidad o echarlos a los perros de las redes sociales y colmar así su diaria ración de patriotismo y buena conciencia. Ante este panorama, en el que se controla y obliga a aplaudir y la disidencia se compara al delito, en un caldeado ambiente más propio de un estado totalitario que de una sociedad abierta, cualquiera critica o deja de sublimar tanto manotazo uniforme. No obstante, en Alemania sí hay ciertas reservas a la hora no sólo de aplaudir, sino de adoptar todo ese lenguaje de tragedia bélica que acompaña a los aplausos, los agradecimientos y los alegatos políticos. Ni sacrificio ni héroes ni guerra alguna, nos encontramos en una emergencia sanitaria que superaremos gracias a todo aquel personal que hace dos días nos importaba una mierda: cajeras de supermercado, camioneros, celadores, enfermeros y toda clase de personal sanitario dedicado a cuidar a aquellos ancianos que queríamos olvidar. Aplaudirlos ahora, mientras hace unos meses nadie se preocupaba de sus míseros sueldos y de sus pésimas condiciones laborales que rozan la esclavitud, constituye un inequívoco acto de insoportable cinismo. Al menos, eso escribía esta semana la periodista Alice Bota en el prestigioso semanario Die Zeit.
¿Puede, entonces, que el pudor alemán atesore otra explicación? ¿Y si la vergüenza y los escasos aplausos de los alemanes no fuesen por falta de empatía, sino por todo lo contrario, es decir, por no tener que reconocer lo equivocados que estaban antes, cuando despreciaban a cajeras, camioneros, celadores y enfermeras y votaban a aquellos que con sus recortes y despidos propiciaban las circunstancias más óptimas para ese desprecio? ¿No es asombroso que en tan poco espacio de tiempo hayamos pasado de adorar a los triviales futbolistas a venerar casi religiosamente a todos aquellos pobres diablos que antes infravalorábamos?
En Alemania, gran parte del personal sanitario recibe los aplausos y la retórica bélica con cierta confusión: por una parte, agradecen el reconocimiento, pues más vale tarde que nunca, pero, otra parte, a la vez presienten que cuando todo esto termine ellos seguirán siendo los imbéciles de turno que hacen el trabajo sucio que sostiene nuestro entero sistema. Muchos reclaman mejores salarios, claro. No obstante, también insisten en otros factores: el respeto, la dignidad, precisamente aquellos valores que desaparecen por arte de magia al envolverlo todo en la túnica del sacrificio heroico. Los héroes son personajes elegidos por el destino que realizan hazañas extraordinarias y sobrehumanas; nada hay de heroico en que enfermeros, celadores e internistas cumplan con el trabajo para el que fueron formados.
Y esto es justo lo más peligroso de explotar esa retórica mitológica: que nos creamos que la catástrofe que sufrimos tiene algo que ver con el azar y con el destino, y no con una concatenación de errores y negligencias fruto de la ineptitud, la codicia y la incompetencia humana. Contra lo primero, sólo nos pueden proteger los héroes, sin duda. Contra lo segundo, una mayor solidaridad, más respeto y más dignidad, traducidos en una mejora de las condiciones laborables. Lo más probable es que no sepamos si aplaudimos para agradecer un trabajo que antes desdeñábamos o para limpiar nuestra sucia conciencia. O lo que es lo mismo: ignoramos si les aplaudimos a ellos o a nosotros. Por otro lado, este discurso no representa en Alemania el discurso oficial de la izquierda, más que nada, porque aquí los recortes son responsabilidad tanto de la derecha como de la izquierda, que han perpetrado en rigurosa comandita el metódico desmantelamiento de la sanidad pública. De ahí que el programa de humor más visto de la televisión pública alemana ironizara de esta ácida manera: «Hospitales saturados, cuidadores y personal sanitario al borde del colapso. Ciertamente, más dinero para estos héroes sería una posible solución. Pero, ¿hay algo mejor que salir por las tardes a los balcones y aplaudir? Seamos sinceros: ¿existe una moneda en el mundo más hermosa que el aplauso? Por eso, la Gran Coalición va a desembolsar ahora 7.000 millones de euros para nuevos balcones. Incluso para entresuelos. ¡Salvemos nuestra sanidad con más balcones!».
Por último, me gustaría agradecerle a mi hijo de nueve años su instinto profético: hace meses, durante una de sus habituales travesuras, escondió en la caja fuerte de nuestro piso tres rollos de papel higiénico que hoy hemos reencontrado por casualidad mientras jugábamos a policías y ladrones. Todavía no he visto una imagen que exprese con mayor precisión la absurdidad del tiempo en que vivimos que esos tres rollos, erguidos cuales orondos centinelas dentro de la caja fuerte, esperando cumplir algún día su sueño escatológico.