Conocemos la teoría: España no es productiva, no somos innovadores ni nos atrevemos con la exportación. Y ha llegado el momento de darle la vuelta a eso, pero por el camino real.
Hay muchas cosas difíciles de explicar de España, y una de ellas es esa visión severa que a menudo aparece sobre nuestra mala situación, como si lo que estuviéramos sufriendo fuera simple responsabilidad nuestra. En todos los países perdedores (como en todos los colectivos perdedores) se suele interiorizar una visión culpable, pero aquí hay un exceso de recreación en los errores que es poco adecuado. E irreal.
Uno de los ejemplos más evidentes tiene lugar en la forma en que minusvaloramos la estructura económica de España, lo poco productivos que somos, lo escasamente innovadores, la arquitectura empresarial pobre y limitada o la mano de obra escasamente adecuada a las necesidades de la economía. Los españoles nos dedicamos a montar bares, restaurantes y peluquerías. Lo que por sí mismo parece explicar por qué nos van mal las cosas. No somos tecnológicos, no apostamos lo suficiente por la exportación, no tenemos empresas con potencial de crecimiento, lo que hacemos es una suerte de versión ibérica de los puestecillos que se ven en las calles del segundo y tercer mundo. Eso también explicaría por qué lo vamos a pasar mal, ya que los sectores que más van a sufrir con esta crisis serán el comercio minorista, el turismo y los bienes raíces comerciales. Es decir, aquello de lo que vive buena parte de los españoles.
Por qué hay tantos bares
Este tipo de razonamientos, plenamente interiorizados por muchos españoles, ha dejado de ser molesto para convertirse en muy irritante. Por lo que denota falta de comprensión de nuestro lugar como país y de las debilidades del sistema. La gente monta bares, en primer lugar, porque no puede montar otra cosa. ¿Qué queréis que hagamos, fabricar mascarillas? Ah, que eso lo derivamos hacia China, que era mucho más eficiente y barata. ¿Respiradores? ¿Ropa? ¿Medicamentos? O cualquier otra cosa. Ahora hemos notado la debilidad estratégica en un área, pero hay muchas otras. Y es pertinente recordar, justo en este momento, que los mismos expertos que nos están diciendo que España es poco productiva son los que celebraron la huida de las empresas hacia Asia. Tampoco tenemos mucho margen en la exportación, porque no podemos devaluar para ser más competitivos o para ajustar nuestra deuda. Y tampoco podemos montar empresas tecnológicas, porque ahí lo que importa no es la idea sino el acceso al capital, y el capital no está en España.
En segundo lugar, la gente monta bares por una razón básica: es uno de los pocos negocios que tiene márgenes elevados, que es la única manera de subsistir. Son negocios sometidos a presiones desde diferentes lugares: deben destinar mayores partidas de sus ingresos al pago de los locales, sea vía alquiler o hipoteca; deben soportar mayores gastos fijos porque se ven presionados por las empresas proveedoras, que quieren elevar sus ingresos; llevan sobre sus hombros una carga fiscal elevada vía impuestos locales o estatales, ya que son una fuente de ingresos imprescindible Y el coste de la financiación, que es siempre precisa, es elevado también. Si no cuentan con un margen sustancial o con un nicho de mercado, es complicado que les quede algo de dinero.
Empresarios de tercera
El ejemplo de los bares es significativo, en la medida en que se les tiene por un sector atrasado, poco adecuado para la economía del futuro, que será digital y cuyo auge solo se explica por el habitual aprecio por el calor humano que tenemos los españoles. Más al contrario, son el punto que explica muchas de las presiones estructurales, esas que no se quieren ver pero que determinan buena parte de nuestras posibilidades vitales. Además, tienen poco apoyo político: para la izquierda son empresarios cutres y para la derecha también.
El ‘paper’ ‘The (Over)Cost of Capital: Financialization and Nonfinancial Corporations in France (1961–2011)’ ofrece una pista clara de cómo funcionan las cosas. Aunque limitada al caso francés, cuya economía es diferente de la nuestra. Sin embargo, su punto de partida es útil para entender cómo se ha construido la realidad económica occidental en las últimas décadas.
El coste del capital
Por sintetizarlo en términos no contables, las empresas emplean el dinero que ingresan de dos formas: lo que gastan en todo aquello necesario para desempeñar su actividad, fabricar un bien o dar un servicio (instalaciones, mano de obra, investigación, material, etc.), y el coste del capital, lo que deben destinar a la retribución de los accionistas y al pago de las deudas. En las grandes firmas, y desde el inicio de la globalización, la tendencia precedente se invirtió, de modo que cada vez mayores partidas se destinaron a los costes del capital y menos a su actividad. Y hoy es todavía peor, incluso hay muchas firmas que necesitan pagar más dividendos a los accionistas simplemente para que el precio del dinero que se les presta no aumente.
Las consecuencias las conocemos bien, aunque no hayamos sabido entender la relación entre lo que nos afectaba cotidianamente y el movimiento de fondo. Si buena parte de las empresas externalizaron y deslocalizaron, o si redujeron personal o bajaron los salarios, fue precisamente para reducir los costes de la actividad y de esa manera destinar más dinero a los accionistas y a los acreedores. La concentración de los sectores proviene de este movimiento y por eso tantos proveedores pequeños están cada vez más subordinados. La agricultura y la ganadería, como tantos otros, pueden dar fe. Si buena parte de las empresas ha reducido la calidad de los productos que venden o de los servicios que prestan (Ryanair es un ejemplo pertinente) es precisamente para tener más cantidades que derivar hacia el coste de capital. Si se ha engañado a los clientes, como ocurrió durante las hipotecas en la crisis o como hicieron Volkswagen con las emisiones o Wells Fargo con sus préstamos, es solo para poder tener más recursos destinados hacia accionistas y deudores.
Hay muchos ejemplos, la lista es larga. Se trata únicamente de apuntar la mecánica. Y más en la medida en que no podemos olvidar que el plan de reactivación de la economía que se está perfilando, y el estadounidense es buen ejemplo, prioriza el rescate de las grandes firmas de su país, como Boeing, muy dañadas por los enormes excesos que cometieron.
Igual con los Estados
No es cuestión solo de las empresas, ocurre también con la mayoría de los Estados. En la medida en que la deuda pública es elevada, las cantidades anuales destinadas a su pago y al de los intereses correspondientes aumentan. Al igual que en las firmas, se detraen partidas destinadas a las actividades típicas estatales, que son llamadas recortes, y se emplean en abonar el coste del capital, la deuda. Eso supone una menor cobertura social, o que la atención sanitaria no cuente con los medios que son precisos (como estamos viendo). Pero también que los Estados posean menos instrumentos para activar sus economías cuando es preciso (como también estamos viendo). Y por último, esta preeminencia de la deuda obliga a los Estados a intentar recaudar más vía impuestos porque necesitan más recursos. Como la arquitectura de la globalización permite puntos de fuga (las tecnológicas son un buen ejemplo) y la parte superior de la pirámide social encuentra mecanismos fiscales de escape, al final son el resto de clases sociales las que deben hacerse cargo de la factura.
Y esto nos lleva a los bares, y a los micronegocios, a los autónomos y a las pymes, la siguiente capa social. Como las necesidades de mayores ingresos suelen repercutirse hacia abajo, la presión sobre estas empresas aumenta. Cada vez es más caro poner en marcha un negocio, lo cual suele implicar una carga de deuda más exigente. Los Estados repercuten muchos impuestos sobre estas empresas porque deben compensar por algún lado lo que pierden por arriba. Cuando existen oligopolios, es fácil que los costes fijos suban porque las empresas proveedoras aprietan. Y tampoco les es nada sencillo conseguir financiación barata cuando la precisan. Las necesidades de unos y otros a la hora de conseguir más recursos para sufragar el coste del capital les caen encima a plomo.
Una vida deudora
Si descendemos en la escala social, nos encontramos con que los autónomos sufren las mismas presiones. Y si continuamos, el final del camino son esas personas que se endeudan para comprar un camión o una furgoneta de reparto, que retrató de manera tan precisa Ken Loach en su última película ‘Sorry we missed you’, y a los que la deuda les obliga a una vida de continuo agobio.
Como consecuencia de esta estructura, finalmente, tenemos clases trabajadores con pocas opciones laborales y salarios escasos, cada vez más acostumbradas a la economía del contenedor y que deben soportar costes crecientes para la subsistencia. Mientras tanto, la capa superior de la sociedad, y especialmente el 1%, ha visto cómo su riqueza aumentaba de forma sustancial en los últimos años.
Esta es nuestra vida y deberíamos entender cuál es el momento, que hacemos lo que podemos para salir de esta. Mucho más que de nuestro carácter, se trata de la estructura. Ese cambio de mentalidad vendrá bien, porque la letanía de más productividad, más eficiencia, más moderación en el gasto, que vuelve a sonar con fuerza en las negociaciones con Europa y en la exigencia de equilibrio del presupuesto público y del privado, va a ser difícilmente asumible en esta crisis.
La crisis española
España lo va a pasar especialmente mal si no se reacciona correctamente desde Europa y, en ese sentido, lo que piden los gobiernos de Italia, España y Portugal es imprescindible. Los españoles, sin fisuras, deberíamos reclamar a la UE una solución digna y justa porque si no viviremos años muy duros. Deberíamos seguir el ejemplo portugués, bastante más sensato que nuestras guerras políticas cotidianas y bastante más adecuado a la gravedad de la situación.
Eso en cuanto a lo urgente, ahora, lo importante. Esta pandemia nos ha demostrado de una manera cruel que necesitamos volver a lo real. Se vuelve a hablar de reindustrialización estratégica, pero la cosa va mucho más allá. Necesitamos trabajos con sentido, con opciones sólidas, que se asienten en algo firme, e igual les ocurre a las empresas: no podemos seguir privilegiando el coste del capital sobre el coste de la actividad, no podemos tener economías públicas y privadas en las que tenga más peso la rentabilidad de los fondos que cualquier otra cosa. Y esta es una verdad que casi todo el mundo conoce, empezando por las grandes firmas, obligadas a seguir una dinámica que las rompe a medio plazo (y especialmente si son españolas, ya que sufrirán ataques exitosos de las compañías globales, con muchos más recursos), y por los Estados, conscientes de la situación grave que atravesamos.
Otro ajuste del cinturón
Hasta ahora, la mayor parte de la sociedad, especialmente las clases medias y trabajadoras, ha hecho muchos esfuerzos en pérdida de nivel adquisitivo y de opciones vitales para satisfacer el coste del capital. Rescatamos el nivel de beneficios, rescatamos a los bancos, ahora rescataremos a las grandes empresas productivas de los grandes países, es hora de que el cinturón se ajuste por otro lado. Es hora de hablar de la economía de los accionistas y de los acreedores.
Y eso sirve también a nivel territorial: los Estados que viven de la fortaleza del capital, como son los del norte y los anglosajones, tendrán que entender esto si no quieren convertirse en potencias fracasadas. Esta economía es como el virus, no entiende de fronteras, no hay zonas seguras en las que refugiarse permanentemente.