El obstáculo educativo que ni los padres ni la escuela pueden superar

Culturas

La educación depende siempre y en última instancia del entorno cultural en el que se da. De ello dependerá el éxito o fracaso de cada uno de los sistemas dirigidos a mejorarla.

Muchos padres y docentes se sorprenden de que sus buenas prácticas educativas no tengan el éxito que merecen. Es como si sobre sus hijos y alumnos estuviera actuando un factor desconocido y perturbador. Hace unos años, tuvo gran repercusión un libro de Judith Rich Harris, que fue subtitulado en castellano: ”Por qué los padres no pueden educar”. Su tesis era que quienes determinan la evolución de un niño son sus genes y sus amigos. Ni los padres ni la escuela podían hacer gran cosa. Era una exageración, es decir, una verdad sacada de quicio. Creo que ahora entiendo mejor lo que sucede.

La clave me la ha proporcionado la ‘teoría de la construcción del nicho’, que propone un enfoque más completo de la evolución humana, y que hemos utilizado al escribir ‘Biografía de la humanidad’. La teoría clásica de la evolución reconoce un factor interno —la mutación genética— y un factor externo, la selección natural, el poder del entorno que es, en última instancia, el juez supremo. El gran descubrimiento es que los seres humanos construyen su entorno —su nicho ecológico—, que es el que, en gran parte, ejerce la selección natural, que se convierte en ‘selección cultural’, ya que ese entorno variado, interpretado, transformado por el hombre es lo que denominamos ‘cultura’: la forma de vivir, las costumbres, creencias, instituciones, valores aceptados por una comunidad. La inteligencia crea cultura y esa cultura nos recrea.

Esto explica que la acción educativa dirigida directamente a nuestros hijos y alumnos tenga una eficacia limitada si la acción de la cultura ambiente va en otra dirección. Eso sin contar con que nosotros padres y docentes también vivimos en ese ‘nicho ecológico’ y que, por lo tanto, estamos influidos por él. Yo no pensaría como pienso si hubiera nacido unos kilómetros más al sur, en un país musulmán. Esto no significa anular la iniciativa o la libertad individual, sino la constatación de que la libertad no está al comienzo, sino al final de un costoso proceso de liberación, en el que con frecuencia necesitamos apelar a ‘astucias de la razón’, a caminos indirectos. Un ejemplo: me será más fácil seguir mi decisión libre de respetar un régimen si tengo el frigorífico vacío que si lo tengo lleno de apetitosos productos. Me será más fácil actuar ágilmente si he construido los hábitos necesarios. Me será más fácil ser libre si las instituciones sociales favorecen la libertad. Durante mi época de estudiante, las anfetaminas se podían comprar sin receta en farmacias, eran muy baratas, y, sin embargo, solo se usaban en época de exámenes. ¿Por qué se convirtieron en un peligro social que hay que controlar?

Una pedagogía social

Estos hechos nos proporcionan algunas claves educativas. La acción pedagógica dirigida directamente a nuestros hijos y alumnos es, sin duda, imprescindible, pero todos los preocupados por la educación deberían ser conscientes de que para tener éxito parte de sus esfuerzos pedagógicos tienen que ir dirigidos a cambiar el entorno cultural, que influye tan poderosamente en su tarea. Junto a una pedagogía individual, hay que elaborar una pedagogía social. Pondré un ejemplo: hace unos días, vi en TV un reportaje sobre educación sexual. Los adolescentes no han cambiado mucho y no buscan esa formación ni en la familia ni en la escuela. Nunca lo hemos hecho. Lo que han cambiado son las fuentes de información.

En el reportaje, unas chicas adolescentes decían que veían porno para conocer el sexo. Otro informe nos dice que los chicos comienzan a verlo a edades cada vez más tempranas. Lo que me preocupa no es la visión apocalíptica de una orgía continua, porque las cosas no funcionan así. Lo que me preocupa es que tener el porno como fuente de información es aceptar una imagen ferozmente machista y violenta del sexo. Podría multiplicar los ejemplos. Si fomentamos una sociedad competitiva, donde solo los tiburones tienen éxito, hagamos lo que hagamos en la escuela saldrán muchos tiburones. Si los corruptos triunfan, saldrán muchos corruptos, aunque prediquemos la honradez. Si premiamos con la fama a personajillos deleznables, nos van a brotar muchos personajillos deleznables.

La ‘teoría de la construcción del nicho’ permite explicar una paradoja educativa que me ha preocupado durante mucho tiempo. Según las normas de la pedagogía actual, los niños de mi generación fuimos muy mal educados. Padecimos una educación autoritaria, castradora, represiva, memorística. Sin embargo, el resultado no fue tan malo. En el plano político, por poner un ejemplo, fuimos la generación que lideró la transición política. Ahora pienso que lo que influyó en nosotros fue el ‘nicho cultural’ en que crecimos, lo que en otros artículos he llamado ‘sistema ideológico oculto’, parecido al ‘currículo oculto’ de la escuela: un conjunto de creencias, sentimientos y normas conectados entre sí, aunque no lo pareciera. Estos son algunos de los rasgos del que educó a nuestra generación. Se tenía confianza en la verdad. Había proposiciones verdaderas y falsas. Las verdades había que aprenderlas y, por lo tanto, había que respetar a quienes las conocían. La creatividad había que dejarla para después. Había también buenas y malas acciones. Las buenas había que imitarlas y las malas, rechazarlas.

Durante mi infancia, nadie nos decía que teníamos que ser felices. Lo que se nos decía era que teníamos que ser buenos. De la moral católica se recuerda solo su moral sexual, su dogmatismo, su devaluación de la mujer, o su apelación al miedo, pero se olvida su insistencia en que no había que mentir, que debíamos ocuparnos de los demás, que éramos responsables de nuestros actos y de nuestra sociedad. Estas ideas formaban parte de nuestro ‘nicho vital’, y eran comunes a la gente de derechas y de izquierdas. Hace años, Helena Béjar, en su libro ‘El buen samaritano’, estudió las motivaciones que llevaban a las personas a colaborar en ONG. Distinguía entre motivaciones débiles, más ‘modernas’ (“me apetece hacerlo”, “así me realizo”, “por el placer de ayudar”), y motivaciones fuertes, que empezaban a verse como un poco anticuadas: “no tengo ninguna gana de hacerlo”. “Lo hago porque creo que es mi deber”. Las personas que aducían motivaciones fuertes procedían de dos sectores separados, pero con una profunda afinidad: los movimientos cristianos y los movimientos de izquierdas, ambos socialmente comprometidos. Su ‘nicho vital’ era muy semejante.

Las columnas del sistema en que nos educamos eran el sentido del deber y la obediencia a las normas. En cambio, se olvidaban —y ese era su gran defecto— otras dos columnas fundamentales: el sentido de los derechos y la valoración de la libertad. El ‘sistema ideológico oculto’ siguiente, más laxo, reivindicó con toda razón ambas cosas, los derechos y la libertad. Lo malo es que se olvidó de los otros —los deberes y la obediencia a las normas—, con lo que el sistema volvió a estar cojo. La ‘teoría de la construcción del nicho’ nos enseña que los esfuerzos educativos dirigidos a los individuos solo tendrán éxito si van acompañados de la creación de un ámbito cultural que favorezca la buena educación. Por eso, siempre me pareció una equivocación separar el Ministerio de Educación del Ministerio de Cultura. La cultura forma parte esencial de la educación.

El Confidencial