La construcción del gasoducto está encontrando múltiples resistencias, desde Estados Unidos hasta los países del este de Europa y la Comisión Europea. El discurso de la UE es claro: reducir la dependencia de hidrocarburos rusos.
Se ha reanudado la construcción del polémico Nord Stream 2, que duplicará la capacidad del Nord Stream, el gasoducto que lleva bombeando gas de Rusia a Alemania a través del Báltico desde 2011. Pese a los esfuerzos para frenarla por parte de Estados Unidos, la finalización de la tubería parece imparable. Las obras se paralizaron en diciembre, cuando la empresa suiza Allseas cesó la actividad tan solo unas horas antes de que Donald Trump aprobase los presupuestos militares de 2020 que incluían sanciones contra las empresas que trabajaban en su construcción. Esto obligó a Rusia a movilizar el buque Academick Chersky –que ha tardado unos meses en llegar– para finalizar el trabajo. Ahora Washington tiene muy poco margen para conseguir parar el proyecto- que se estima será concluido a finales de año.
Trump está haciendo lo que está en su mano para frenar la construcción. Y no es el único: entre los enemigos del gasoducto se encuentran también los países del este de Europa y la Comisión Europea. Es un proyecto que ha encontrado mucha resistencia. De hecho, está encontrando más de la que se encontrara el primer Nord Stream a principios de siglo. Cuando se proyectó este, la controversia –que la hubo– se centró en la “gran cuestión” de la naturaleza de la asociación de Europa con Rusia. Sin embargo, el debate actual incluye desde diferentes estrategias para la diversificación energética en el seno de la Unión Europea hasta una combinación de puntos de vista políticos e intereses comerciales a nivel internacional. Esto se debe a que en los últimos años han cambiado varias cosas, que a grandes rasgos se pueden resumir en dos.
La ‘diplomacia del gasoducto’ rusa enseñó las garras
En primer lugar, el discurso de la UE hoy es claro: reducir la dependencia de hidrocarburos rusos. Hasta la década de los 2000, los Estados miembros no consideraron la dependencia del gas ruso como una amenaza geopolítica de primer orden. Pese a las diferencias ideológicas y siendo muy conscientes de los riesgos que conlleva depender en exceso de un proveedor, la interdependencia no parecía excesivamente peligrosa: Europa dependía de los recursos rusos, pero Rusia dependía de su exportación. Sin embargo, tras las interrupciones temporales de gas en 2006 y 2009 a través de Ucrania que sufrieron algunos miembros, se puso en la mesa el riesgo real que suponía la utilización de los recursos energéticos, por parte de Moscú, como un instrumento de política exterior.
A partir de entonces, desde Bruselas han surgido intentos para crear una política energética cohesionada, para integrar el mercado de la energía y diversificar sus proveedores. El buque insignia es la Unión de la Energía. En el proyecto se contempla no solo aumentar la eficiencia energética y la producción interna, sino también diversificar proveedores y rutas, así como hablar con una sola voz en política energética exterior. Doblar la capacidad de una ruta ya existente y proveniente del proveedor mayoritario atenta directamente contra el proyecto y ha creado discrepancias en la Unión.
El ‘shale’ entra en juego
En segundo lugar, la geopolítica de la energía –y en concreto el mercado del gas– ha vivido en la última década la llamada “revolución del shale”, de la que EEUU ha sido el principal beneficiado. Esto potencia la natural resistencia americana a todo lo que signifique más dependencia de Rusia en Europa. El gas natural era considerado hasta hace poco “un mero subproducto de la extracción del petróleo”, pero ha ido ganando autonomía. Antes se caracterizaba casi exclusivamente por la construcción de gasoductos y la firma de contratos a largo plazo sujetos a obligaciones de “consume o paga”. En el caso de Rusia, estas obligaciones incluían al 85 % del gas contratado, junto con la prohibición de reexportaciones y la vinculación de su precio al del petróleo.
Hoy no es que los gasoductos hayan dejado de existir, ni mucho menos. De hecho, como prueba Nord Stream 2, se siguen construyendo. Pero la aplicación de las tecnologías de la perforación horizontal y el fracking a la roca de esquisto (shale), junto con la expansión de la exportación del gas natural licuado (GNL), que amplía la posibilidad de trasportarlo vía marítima a precios muy competitivos, ha revolucionado el mercado y ha puesto fin a la dominación exclusiva de los países de Eurasia y Oriente Próximo y sus redes de gasoductos. Ya en 2015, más de la mitad la producción de gas estadounidense provenía del shale. Washington ha pasado en los últimos años de ser importador a exportador de energía y primer productor mundial de gas. Y en un mercado en el que esta materia prima es cada vez más abundante –en 2017 hubo un aumento de la producción de un 4% frente al 3% de aumento de la demanda, y todavía existen muchas reservas sin explotar–, EEUU quiere su parte del pastel.
Así, además de las sanciones, Washington también ha lanzado propuestas a países europeos para que compren su GNL. Hay un buen ejemplo en España. Llegan a la península dos gasoductos desde Argelia, país del que España importaba, en 2018, alrededor del 50% del gas consumido. Pues bien, en febrero, y por primera vez en 30 años, Argelia dejó de ser el primer suministrador de Madrid, dejando el puesto a EEUU, que representó el 27% de las importaciones españolas, por el 22,6% argelino.
Con el buque de Gazprom a las puertas de Alemania, y pese a los intentos de frenarlo por parte de diferentes actores, parece que su finalización es inevitable. Quienes se oponen tendrán que encontrar nuevas vías para lograr sus objetivos. Parece que EEUU ya ha empezado.