Para el gigante asiático, África es un aliado idóneo para lograr sus ambiciones geopolíticas a largo plazo y para el continente africano, Pekín puede ser un socio estratégico para su desarrollo. Pero a golpe de talonario, China ha ido tejiendo en África una influencia económica, política y cultural que está dejando al continente africano en una posición de dependencia cada vez más acusada.
Bandung, 1955. La Conferencia Afroasiática —precursora del Movimiento de Países No Alineados— significó para la República Popular de China la primera oportunidad de estrechar relaciones con las naciones africanas independientes. Por entonces, el empeño de Pekín por fomentar la sintonía diplomática —acompañado de un nada desdeñable desembolso en ayuda al desarrollo— tenía un claro objetivo político: ser reconocida internacionalmente como la China legítima, en detrimento de la República de China, confinada en la isla de Taiwán. Los réditos no tardaron en llegar: en 1971, la mayoría de los países africanos en la Asamblea General de las Naciones Unidas votó a favor del Gobierno de Pekín como representante legítimo de China en la ONU, permaneciendo así desde entonces.
Medio siglo más tarde, China aspira a convertirse en la primera economía del mundo, mientras que África es un continente emergente con una población creciente. La influencia de las relaciones sino-africanas ha trascendido a todos los ámbitos, tejiendo una interdependencia cada vez más estrecha. Sin embargo, de fondo, la filosofía de Pekín poco ha variado: África cada vez tiene más valor como aliado estratégico en las ambiciones geopolíticas chinas. Su modelo de interacción —archiconocido por basarse, teóricamente, en la ganancia mutua o win-win— está revelando un panorama cada vez más asimétrico a favor del gigante asiático. Su creciente influencia económica, política y cultural va en línea con los postulados geoestratégicos de Pekín, pero, al mismo tiempo, cada vez deja menos espacio a la autonomía de las naciones africanas.
África, una solución china
La economía del gigante asiático acostumbraba a avanzar a una media del 10% anual en las últimas décadas, y solo en los últimos años este ritmo ha comenzado a desacelerarse paulatinamente. Lo que ha sostenido este explosivo crecimiento ha sido, principalmente, las inversiones de carácter público y privado y las exportaciones. Particularmente desde comienzos de siglo, las inversiones crecieron exponencialmente, hasta llegar a sobrepasar la mitad del PIB, principalmente en el sector inmobiliario y en infraestructuras. Pero este modelo de crecimiento plantea ciertos dilemas. En primer lugar, necesita el aprovisionamiento constante de energía y de otros materiales para poder llevar a cabo la materialización de los proyectos de inversión —China, a pesar de su tamaño, es relativamente pobre en recursos naturales—. Y, en segundo lugar, hace que el consumo quede rezagado y se generen excedentes que el mercado interno chino no puede absorber, los cuales son, en última instancia, exportados. Por consiguiente, para el correcto funcionamiento de este modelo se necesitan proveedores de materias primas y mercados en el exterior que absorban la sobreproducción china. Y es aquí cuando entra en juego el continente africano.
Con la entrada de los 2000 el modesto comercio sino-africano se disparó, coincidiendo con la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio. Para 2009, China ya era el primer socio comercial de África, desbancando a Estados Unidos. En cuanto a materias primas, China se ha convertido en el mayor importador de petróleo del mundo, y parte del mismo lo importa, por ejemplo, de Sudán y de Angola. Alternativamente, también se abastece de uranio para su energía, para lo cual se sirve de Namibia y Níger. Otros recursos africanos —el hierro, el cobre, el zinc, etcétera—, provenientes de distintos países, también han sido esenciales para mantener el buen desempeño del sector secundario chino. Y en plena carrera tecnológica, China se nutre del cobalto y el coltán de la República Democrática del Congo. En total, se estima que un tercio de la inversión china en África se destina al sector minero.
No obstante, en la actualidad la economía china está adoptando una nueva dirección, en la que el ahorro y la inversión van cediendo progresivamente el protagonismo al consumo interno. Diferentes factores socioeconómicos y demográficos han propiciado una subida en los salarios chinos, por lo que no hay tanta mano de obra barata como antaño. Poco a poco se ha convertido en una economía de ingresos medios, con una rampante clase media que en 2030 supondrá el 35% de la población —alrededor de 500 millones de personas—.
De ello se pueden extraer dos consecuencias fundamentales: la pérdida de competitividad de la mano de obra china, al encarecerse; y un mayor consumo por parte de la población china. Para satisfacer el incremento de esta demanda, que cada vez es más sofisticada, se vuelven a necesitar más materias primas, más energía, más alimentos y más servicios. En este panorama, África tiene, de nuevo, un rol muy importante que jugar. En primer lugar, como proveedor de materias primas, incluyendo comida, para las nuevas necesidades en el mercado chino. Y en segundo, al ofrecer al gigante asiático no solo una cantidad ingente de mano de obra barata de la que ya no dispone en abundancia, sino también un mercado al alza de potenciales consumidores y oportunidades de negocio.
Es por ello que China, conocida desde las últimas décadas del siglo XX por acoger parte de la producción de países más desarrollados, al incorporarse en los escalafones más bajos de las cadenas de valor globales, está recurriendo a la misma práctica en África apenas unas décadas después, pero jugando el rol opuesto. Así, parte de la producción industrial china está tendiendo a reubicarse en países con una creciente mano de obra barata y poco cualificada como Etiopía, lo que permite al mismo tiempo dar salida a actividades que en China van a la baja en términos relativos, como las manufacturas ligeras o la construcción.
África, un receptor complaciente
Por su parte, África es un continente que afronta unos desafíos cada vez más acuciantes tanto en lo económico como en lo social. Las economías africanas siguen adoleciendo de una escasa diversificación, lo que las hace muy vulnerables a los precios de las materias primas y a las condiciones climáticas. La dependencia del sector primario y de las actividades extractivas provoca que, por un lado, el empleo de la mayoría de la población sea volátil, poco cualificado y tenga escaso valor añadido y, por otro, que buena parte de los ingresos nacionales apenas redunde en el empleo local. No obstante, con sus defectos, estas economías tendrán que hacer frente a un fenómeno estructural irreversible: el incremento de la demanda de empleo. La juventud del continente —cuya media de edad se sitúa en los 19 años—, unido al incremento demográfico —la población se doblará en treinta años— , hará que cada año al menos 10 millones de africanos se incorporen al mercado de trabajo.
Lo que puede ser planteado como una grave amenaza —una perspectiva que suele adoptarse desde Europa— también puede ser entendido como una gran oportunidad. Bien gestionado, combatiendo las debilidades estructurales y proveyendo de oportunidades, el crecimiento demográfico puede ser el gran acicate del desarrollo africano —como demuestra el prometedor crecimiento de sus economías— y China, como gran apostador del continente, es el mejor posicionado para aprovecharse de su potencial.
Lo cierto es que el gigante asiático está contribuyendo a la necesaria diversificación de las economías africanas, puesto que sus inversiones, además de la explotación mineral, alcanzan las industrias, la construcción y el sector servicios. Por un lado, los puertos, aeropuertos, carreteras, puentes, hospitales o colegios construidos por empresas chinas posibilitan aminorar el gran déficit de infraestructuras del continente africano, una rémora para su desarrollo e integración. Por otro lado, la incipiente deslocalización de manufacturas chinas está promoviendo tanto la incorporación de ciertos países africanos a las cadenas de valor globales —aunque en los escalafones más bajos— como la creación de actividades intensivas en mano de obra que ayudan a absorber la demanda laboral en unas ciudades en aumento. Actualmente, el sector secundario apenas genera el 11% de los empleos al sur del Sáhara —menos de la mitad que en el resto del mundo—, por lo que el margen de mejora es evidente. Asimismo, se estima que entre el 80% y el 90% de la mano de obra contratada por empresas chinas en África es natural de este continente, si bien el porcentaje baja contundentemente conforme se asciende en la jerarquía empresarial. Además, según diversos estudios, la mayoría de empresas chinas proveen de cierta cualificación a sus empleados. Pero lejos de la idealización de este tipo de prácticas, la corrupción y las nefastas condiciones laborales también son características de determinados negocios chinos en África.
Más allá de contribuir a paliar sus carencias estructurales, otra razón por la que China se ha erigido como el socio preferente de las naciones africanas son las facilidades financieras que ofrece. Según el Banco Mundial, África alberga los peores países para hacer negocios. Las deficiencias en la red de infraestructuras, la corrupción, la anquilosada burocracia o la inestabilidad política, a priori, no alientan las inversiones extranjeras. Pero China, a pesar del riesgo que entraña, es capaz de ofrecer unos ventajosos préstamos a largo plazo muy adaptados a las necesidades de las frágiles economías africanas, con el aliciente extra de que Pekín no está sujeto a reticencias morales: ni los préstamos chinos ni su ayuda al desarrollo exigen contrapartidas de reformas liberales, ni en el ámbito político ni en cuanto a derechos humanos. Para los dirigentes africanos, el win-win parece, por tanto, rotundo. La población, por su parte, tampoco se muestra mayoritariamente disconforme: casi dos tercios ve la influencia china en su país como positiva.
El gran proyecto chino
A pesar de las favorables cifras de comercio, las más de 10.000 empresas y 200.000 trabajadores chinos, y las crecientes inversiones —que aun así no representan ni la mitad de lo que China invierte en Asia o Europa— en África, la economía no lo acapara todo: es solo la pieza que sirve de base de unas aspiraciones geopolíticas mucho más profundas y multifacéticas. En su carrera hacia la supremacía mundial, China ha reservado a África un lugar muy relevante de su estrategia a largo plazo, encontrando en el continente no solo a un aliado dócil y provechoso, sino un laboratorio en el que poner en práctica su modelo de hegemonía. En el win-win preconizado el beneficio mutuo nunca fue sinónimo de equitativo. De hecho, resulta cada vez más evidente que la resaca del mismo está dejando al continente africano en una posición de supeditación económica respecto a Pekín, cuya red de influencia, que comenzó a tejerse por la economía, sigue expandiéndose en el ámbito político, cultural y de seguridad.
Ejemplo de ello es que los generosos préstamos y los megaproyectos chinos están haciendo que muchos países africanos estén incurriendo en una deuda pública que difícilmente podrán devolver, por lo que muchos temen que la dependencia económica acabe tornándose en sumisión política. Este hecho podría estar gestando un aumento de la desconfianza hacia el gigante asiático, que, por su parte, también tiene motivos para incrementar las precauciones. La corrupción y la incompetencia de determinados Gobiernos africanos a la hora de gestionar los proyectos de inversión china provoca a menudo que los costes acaben multiplicándose para Pekín, que, paradójicamente, ya ha empezado a interesarse por la buena gobernanza en aras de prever la rentabilidad de sus inversiones.
Del mismo modo, otras experiencias hacen augurar que ante la falta de liquidez, el pago de la deuda podría producirse mediante métodos alternativos más controvertidos, como la cesión de infraestructuras estratégicas a Pekín por un determinado número de años —ya ocurrió con el puerto de Hambantota en Sri Lanka— u otros tratos de favor. Un control de infraestructuras que, por otro lado, ya se produce de facto en mayor o menor medida: gestiona al menos una docena de los mayores puertos del continente.
Esta fijación china con las infraestructuras es particularmente notoria en el este del continente africano, lo cual no es casualidad. Pekín quiere convertir al continente en una pieza clave en su proyecto de la nueva Ruta de la Seda, que incluye un cinturón marítimo que recorre buena parte de la costa oriental africana. Por tanto, el control estratégico de los puertos, las buenas conexiones hacia el interior y la docilidad política de los países receptores son vitales para asegurar la rentabilidad del gran proyecto chino. Para apuntalar esta presencia, China ya incluso cuenta con su primera base militar en el extranjero: la que inauguró en el enclave geoestratégico de Yibuti.
El ámbito de la seguridad es otro de los aspectos en que se ha incidido con la profundización de las relaciones sino-africanas. Como ejemplo, China es, de entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, el que más tropas para el mantenimiento de la paz aporta. En aras de proteger sus intereses y estrechar lazos, en 2018 se creó el primer Foro China-África de Seguridad y Defensa, que vino a reforzar una cooperación que incluye la formación de militares africanos en academias chinas.
El formato de los foros también se utiliza en el ámbito de la cooperación, la educación o en el de los medios de comunicación, que son algunas otras áreas en las que China está incidiendo para proyectar su influencia en África. Ejemplos de la expansión del soft power chino son la presencia actual de más de 50 Institutos Confucio en el continente africano, la enseñanza del mandarín en colegios e institutos de determinados países como Kenia o la presencia de los principales medios de comunicación chinos en África. Además, más de 50.000 africanos estudian en universidades chinas y el Gobierno pekinés se ha comprometido a elevar el número de becas de formación hasta más de 100.000. Los programas de pasantías también se extienden a periodistas africanos y a líderes políticos que se forman bajo las directrices del Partido Comunista Chino. Este acercamiento se manifiesta claramente en el tráfico aéreo entre China y el continente africano, que ha aumentado un 630% en la última década. Con todo ello, Pekín pretende exhibir su modelo de gobierno y desarrollo, acreditarlo y promoverlo, luchar contra las narrativas críticas con su política nacional e internacional y fomentar una imagen de la sociedad, la cultura y la historia china afín a la oficial.
¿Neocolonialismo a la china?
De la treintena de países africanos que algún día reconocieron a la República China —Taiwán— hoy solo queda uno: Esuatini, la antigua Suazilandia. Esta categórica rendición diplomática a favor de Pekín puede ser considerada un exponente claro de los beneficios que su lógica utilitarista le aporta a China en el continente africano. Con su vigorosa expansión, Pekín está cimentando una órbita de influencia difícilmente disputable a largo plazo, y actualmente solo cabe esperar que las naciones africanas sean cada vez más proclives a plegarse a sus designios. Otro ejemplo de ello es la connivencia mostrada por los países africanos en la Asamblea General de las Naciones Unidas —en la que suelen votar de acuerdo con China— y sobre la que existen estudios que la vinculan con el desembolso de Ayuda Oficial al Desarrollo desde Pekín.
Si se unen los indicios de obediencia política con el desequilibrio económico a favor de Pekín y la controvertida estela de opacidad sobre el incumplimiento de los derechos humanos, el resultado es la revelación de que el impulso económico africano que facilita China se está logrando a costa de la gestación de una nueva relación de subordinación respecto a una potencia extranjera. Y eso, para no pocos analistas, tiene un nombre: neocolonialismo. No obstante, más allá del cliché, es preciso considerar que la problemática preponderancia china en África resulta mucho más compleja, puesto que se está erigiendo de una forma más sutil, consensuada y menos paternalista que aquella llevada a la práctica décadas atrás por los europeos. Un dominio que, por un lado, es moralmente polémico, pero económica y políticamente lícito y, por otro, no se diferencia mucho del ejercido por otras potencias tanto en África como en otras regiones del mundo.