Es llamativa la animadversión que despierta Amancio Ortega entre una parte no despreciable de la población española.
Poco les importa que sea el mejor empresario de nuestra historia, por delante incluso de Antonio Ibáñez. Aún peor: cuanto más generoso es el fundador de Zara, cuantas más máquinas de radioterapia regala a los enfermos de cáncer o más expedientes de regulación temporal de empleo perdona a los contribuyentes, más le calumnian algunos medios.
Detrás de esa difamación constante, late un odio visceral al mérito y la competencia. Se trata de una miserable versión del vicio español de la envidia, criticado ya desde Cervantes (“carcoma de las virtudes”) y Fray Luis de León (“Aquí la envidia y mentira me tuvieron encerrado”) a Unamuno (“la íntima gangrena española”) o Borges (“Para decir que algo es bueno dicen que ‘Es envidiable’”). Hasta Stuart Mill se percató de que “los españoles persiguen con envidia a todos sus grandes hombres, les amargan la existencia y, generalmente, logran detener pronto sus triunfos”.
Quienes niegan este protagonismo de la envidia, apuntan, como Sánchez Ferlosio, a que aquí, más que envidiosos, abundan los “falsos envidiados”: personas que creen merecer el aplauso ajeno y, al no recibirlo, fantasean con ser envidiados.
Si, en vez de ajustar cuentas con literatos, el autor de “El Jarama” se hubiera ocupado de empresarios, se habría quejado de que en España no se puede envidiar a empresarios porque, como suelen argumentar algunos funcionarios rentistas, aquí sólo existen negociantes. Para estos rentistas ferlosianos, no es que se envidie al empresario (o al banquero, al arrendador o a las personas mejor preparadas) sino que el empresario español es un explotador fraudulento que, insatisfecho con su condición, cree que ha triunfado por sus propios méritos. Embebecido de soberbia, llega a imaginarse que le envidian.
Ciertamente, abundan empresarios (como también políticos, y hasta epidemiólogos) que triunfan con trampa, favor y nepotismo. No puede ser de otro modo en un país con aversión a la competencia, donde el ciudadano responsabiliza más de su propio bienestar al Estado que a sí mismo. Le domina una visión mágica de la ley, en la que confía, no para delimitar las reglas de juego y definir así los medios, sino para lograr directamente sus fines. De ahí que en muchas de nuestras leyes el legislador no tenga en cuenta algo tan elemental como que dos no contratan si uno no quiere. Se trata de leyes que redistribuyen algo de riqueza hoy (por ejemplo, al subir salarios o congelar alquileres) para empobrecernos a todos durante décadas (al condenarnos al desempleo y la desocupación).
Adaptarse
En ese entorno, al empresario, como a todo hijo de vecino, no le queda otra vía que adaptarse. Desvela la causa primigenia de ese círculo vicioso que el odio a los empresarios sea indiscriminado. Se extiende incluso a alguien como Ortega, una persona de origen humilde y cuyo éxito es incuestionable, tanto por lo alto que ha llegado como por lo irreprochable de sus métodos.
Además, el de Ortega no es un caso único. Tampoco respetamos a los “emprendedores”, un neologismo ineficaz hasta para evitar la mala prensa. Según el Global Entrepreneurship Monitor, sólo un 34,6% de españoles cree que quienes alcanzan el éxito tras crear una empresa disfrutan un estatus social elevado. La misma cifra es del 62,1% en Italia, 62,9% en Francia, 63,3% en ReinoUnido y 73,9% en Alemania. Incluso alcanza el 46,4% en esa Argentina que, desde nuestra europeidad regalada, tanto nos reconforta despreciar.
Quienes hoy odian a Ortega comparten su envidia reaccionaria con quienes el 2 de febrero de 1809 lincharon a Ibáñez. Pero, ¿qué late tras esa envidia secular a la que seguimos sometidos? Como decía, las encuestas sobre valores sociales apuntan a que tenemos aversión a la competencia y, más en concreto, a la competencia productiva, aquella que no usa el fraude, el favor o la trampa, sino la producción innovadora, incluida la empresarial.
Además, no sólo nos irritan los empresarios y capitalistas. También nos molesta que otros trabajadores ganen más tras esforzarse más o formarse mejor. Lo que queremos es sólo cobrar más impuestos a quien más gana, pero sin atender a que lo haya ganado con un mayor esfuerzo o una mejor formación.
Un deseo éste que cumple con creces nuestra desquiciada estructura fiscal, diseñada para castigar la productividad y el ahorro. Se critica a menudo como un error que sus altos tipos marginales desaniman el esfuerzo y, al venir acompañados de muchas deducciones, ni siquiera recaudan. Pero, en realidad, no es un error. Al contrario: la ineficiencia de esos incentivos plasma bien nuestro deseo de castigar a quienes osan trabajar, ahorrar, invertir y, en definitiva, competir.
La misma lógica explica la anomalía de que apliquemos tipos relativamente bajos a la tenencia de inmuebles (IBI) pero muy altos a todo tipo de transacciones (ITP). Es sabido que ello dificulta la movilidad de recursos (no sólo viviendas sino también trabajadores) y favorece que muchos pisos permanezcan vacíos y muchos trabajadores subempleados. Pero nos sirve bien para castigar a todo aquel que sea tan osado como para moverse.
Dentro de este marco cultural e institucional, es plausible que no se odie al empresario por ser negociante sino, más bien, por ser competitivo. Es coherente con este argumento el que, según las encuestas de valores, nos disguste más la riqueza ajena que a nuestros vecinos europeos, y ello a pesar de que —curiosamente— no consideramos que la sociedad española sea menos meritocrática. Tal parece que esa riqueza ajena nos disgusta por sí misma, con total independencia de si se ha logrado o no en buena lid.
De confirmarse esa hipótesis, a Ortega se le odiaría no sólo porque ha triunfado más que nadie sino por cómo lo ha conseguido. Su éxito suscita más envidia por ser muy meritocrático. No sólo ha creado un imperio, sino que lo ha creado a pulso. En el fondo, a muchos les molesta más un Ortega que cien mil corruptos.