Si la batalla económica había debilitado ya el comercio mundial, la pandemia ha desencadenado un incipiente y nocivo proteccionismo.
En 1946, Nikolai Novikov, embajador soviético en Washington, envió a Stalin un memorándum que ha pasado a la historia como Novikov Telegram y explicaba las ambiciones norteamericanas de expandir la democracia y el capitalismo. Al mismo tiempo, el diplomático norteamericano George Kennan escribió para Truman el llamado Long Telegram, detallando los planes soviéticos de exportar mundialmente el comunismo y, evidentemente, a los países del este de Europa, ya bajo dominio soviético tras lo que Churchill denominó el Telón de Acero en su famoso discurso en el Westminster College de Fulton (1946, Missouri, EE UU). Empezaba la Guerra Fría, hasta la caída del Muro de Berlín (1989) y la desaparición de la URSS (1990). Estados Unidos se convertía en la única potencia; China, en el baluarte del comunismo internacional.
A mediados de mayo pasado, las agencias de inteligencia norteamericanas y chinas presentaron a sus respectivos dirigentes informes que de forma coincidente llevaban por título: “EE UU y China. ¿Guerra fría?”. El informe chino explicaba el fuerte crecimiento del sentimiento antichino en Occidente y los planes de Estados Unidos para apretar las tuercas económicamente a China. El documento acababa con una valoración: “No creemos que EE UU quiera la guerra militar con China, pero hará lo posible por cercenar el sueño chino”, que es el plan de Xi Jinping de convertir China en la primera potencia mundial en 2049, primer centenario de la creación por Mao de la República Popular China.
La visión norteamericana, expresada en su documento al presidente, subraya los esfuerzos chinos por acabar con la primacía geopolítica, estratégica, económica, financiera y militar de EE UU. Hasta la visita de Nixon a Mao en 1972 –pergeñada por Zhou Enlai y Henry Kissinger–, americanos y chinos solo habían tenido encuentros ocasionales indirectos, como las guerras de Corea y Vietnam. En 1989, EE UU puso el grito en el cielo por la matanza de Tiananmén. En 1999 Clinton bombardeó por error la Embajada china en Belgrado en plena guerra de los Balcanes. En 2001 un avión espía americano y un avión militar chino chocaron en el aire. La tensión aumentó en 2008 con la crisis financiera generada por la Gran Recesión (2007-2009), cuando China se hizo con el 32% de la deuda pública americana y el presidente Obama denunció a Pekín por “manipular su moneda, manteniéndola artificialmente en un valor muy bajo”.
Con la globalización, China se convierte en una potencia exportadora. Y conforme Occidente subcontrata la fabricación a China, las empresas norteamericanas y europeas se vuelven dependientes de la manufactura china: juguetes, coches, ordenadores, etc. En épocas de crecimiento económico y creación de empleo, el cierre de fábricas en Occidente a favor de fábricas chinas no ha sido un gran problema. Pero tras la Gran Recesión, en Estados Unidos, tanto demócratas como republicanos han señalado a China por robarles puestos de trabajo. Las hemerotecas están llenas de declaraciones de Trump y Biden en ese sentido.
Trump ha desplegado su America First con sanciones comerciales a China, imponiendo aranceles a las importaciones del país asiático, etc. No fría, sino comercial ha sido esta guerra desde 2016. Recientemente, Trump y Xi alcanzaron un acuerdo para reducir sanciones a cambio de que China comprara productos agrícolas norteamericanos. Fue la primera fase del deshielo. Pero dos acontecimientos fuertes han exacerbado el enfrentamiento de nuevo: primero, la desaceleración económica mundial que empezó en 2019 y que afectó mucho a China. Segundo, la pandemia provocada por el coronavirus Covid-19, que ha desencadenado una recesión económica profunda, además del cruce de acusaciones entre ambos países sobre quién ha originado el virus. China decreció un -6,8% en PIB en el primer trimestre de 2020 y EE UU, el -5%. La guerra económica entre China y EE UU ya había debilitado el comercio mundial: la pandemia ha degenerado en un incipiente y nocivo proteccionismo.
Trump anima con incentivos fiscales a las empresas norteamericanas a repatriar beneficios y traer la producción de vuelta. Intel, Apple y HP así lo hacen, con consecuencias desastrosas para la economía y el empleo chinos. Aunque no hay cifras oficiales fiables sobre el aumento del desempleo en China, la OIT estima que, en 2020, 80 millones de trabajadores chinos habrán ido al paro. En Estados Unidos, el desempleo avanzó fuertemente en marzo y abril alcanzando casi 40 millones y la tasa de paro llegó al 14,7%, desde el 3,5% de enero. Pero las cifras de paro de mayo han dado alas a la economía americana, al crearse 2,5 millones de puestos de trabajo, cuando se esperaban 7,5 millones más de desempleados y una tasa de paro del 19%: ha bajado al 13,3%.
Cada vez se habla más del decoupling (desacoplamiento) entre las economías china y norteamericana, debido a la ruptura de los vínculos comerciales, financieros, tecnológicos y manufactureros entre ambos países. Varias veces, hackers chinos han atacado empresas e instituciones norteamericanas, al tiempo que las empresas americanas de internet tienen prohibido operar en China. Verbigracia, Trump ha impuesto sanciones a Huawei y buscado alternativas a sus redes de 5G con Ericsson. Y eso es solo un ejemplo, porque hay muchísimos más.
EE UU no quiere ceder su primacía y China no renuncia a sus planes. La expansión militar china asusta a Japón, Corea del Sur y Australia, que han pedido ayuda a EE UU: la Séptima Flota custodia los mares asiáticos y contingentes de marines han sido enviados a esos países.
La sangre no llegará al río. Pero es claro que el siglo XXI lo protagonizará el enfrentamiento entre ambas potencias, con guerra fría o sin ella.