China anunció en 2014 la creación de la iniciativa “One Belt, One Road” (OBOR) un proyecto económico que busca potenciar los flujos comerciales entre Asia y Europa, pero que también implica un claro objetivo político: crear y fortalecer vínculos con los países participantes y potenciar su influencia en Asia y Europa.
La fuerte conexión del pueblo chino con su historia y su cultura tradicionales ha sido y continúa siendo uno de los pilares de la identidad de esta milenaria civilización. No resulta, pues, extraño que el que podría ser su movimiento geopolítico más ambicioso hasta la fecha esté revestido de reminiscencias históricas: el proyecto “One Belt, One Road” —en español, ‘Un cinturón, una ruta’—, también conocido como la Nueva Ruta de la Seda.
El proyecto, anunciado por el presidente Xi Jinping en noviembre de 2014, implica la creación de dos grandes rutas comerciales, una marítima y otra terrestre, que comenzarían en China, recorrerían Asia central, llegarían hasta el corazón de Europa e incluso conectarían con ciertos enclaves comerciales de África. Así, China invoca con este proyecto el espíritu de la antigua Ruta de la Seda, la legendaria ruta comercial por la que fluyó el comercio entre China y Europa a través de Asia central durante las dinastías Han y Tan, los tiempos más gloriosos de la China imperial, al tiempo que reafirma su vocación de restaurar su tradicional lugar como superpotencia.
Una visión multisectorial con trasfondo político
La iniciativa planteada por China va más allá de simples rutas comerciales: es un vasto plan de acuerdos comerciales y de infraestructura que supone la construcción de puertos, aeropuertos, carreteras y gaseoductos y la colaboración en los ámbitos de energía, finanzas, ciencia y tecnología e I+D; incluso prevé la creación de un área de integración económica. El proyecto estaría respaldado principalmente por el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB en inglés), liderado por China, a lo que se añadiría un fondo de 40.000 millones de dólares aportados por Pekín. Si las cifras de inversión anunciadas por China se toman al pie de la letra, nos encontramos ante la iniciativa de diplomacia económica más ambiciosa desde el Plan Marshall.
No obstante, lo cierto es que casi dos años después de que se anunciara los detalles siguen escaseando y la Nueva Ruta de la Seda continúa siendo más una visión estratégica que un planteamiento verdaderamente claro y definido. Los países que idealmente integrarían la ruta no están confirmados; no hay información acerca de si la participación en la construcción de infraestructuras se abriría a empresas de otros países participantes o solo recaerá sobre empresas chinas; lo mismo sucede con la cuestión de si se negociaría a través de organismos suprarregionales, como ASEAN y la Unión Europea, o bien a través de un conjunto de acuerdos bilaterales. Sí se han comenzado, no obstante, proyectos en Asia central, aunque parecen haberse incluido en el esquema de la Ruta de la Seda más de forma oportunista que como parte de una planificación concreta. En cualquier caso y dadas las dimensiones del proyecto, quedan décadas hasta que podamos ver la puesta en marcha de una Ruta de la Seda completamente operativa.
Lo que sí está claro es el potencial económico que tiene el proyecto. China cuenta con poderosas razones para invertir en el éxito de la Ruta de la Seda, como contar con un mercado más integrado y mejor conectado en el que dar salida al superávit industrial con el que cuentan sus grandes empresas estatales o la internacionalización del uso de su moneda. A los motivos económicos se añade una aspiración adicional: aunque desde el primer momento se ha afirmado que no se trata de una estrategia política, no cabe duda del potencial de la Nueva Ruta de la Seda para establecer vínculos con los países participantes y aumentar el peso diplomático de una China que ya está buscado remodelar el sistema internacional de una forma más acorde con sus valores e intereses.
Como era de esperar, una acción de tal calibre ha levantado las suspicacias de muchas otras potencias, recelosas de la expansión del poder blando chino. Si a ello añadimos que la ruta transitaría a través zonas conflictivas y países centroasiáticos corruptos, la Nueva Ruta de la Seda promete venir acompañada de grandes retos y dificultades que pondrán a prueba las capacidades diplomáticas de China en varias regiones del mundo.
La reacción al TTP
Aunque el proyecto extiende sus tentáculos hasta Europa y África, sin duda Asia es la región que más acusaría el impacto de esta iniciativa, en forma de construcción de puertos, aeropuertos y vías ferroviarias. Uno de los objetivos expresos de la Nueva Ruta de la Seda es acabar con el déficit de infraestructura que lastra la conectividad asiática y potenciar el desarrollo de la zona. No obstante, la generosidad china en la zona también sirve a un propósito menos explícito: es la respuesta al Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés), promovido por Estados Unidos, que une la economía norteamericana con la de doce países a lo largo del océano Pacífico, entre ellos Vietnam, Singapur, Malasia y Brunei. El TPP se asienta sobre las bases del libre mercado y una reducida interferencia gubernamental y eleva los estándares en cuanto a cuestiones medioambientales, derechos laborales y propiedad intelectual. Con su participación, el presidente Obama pretendía dictar las normas de la globalización antes de que China lo hiciese, en sus propias palabras. De aprobarse, pondría a China en la disyuntiva de tener que elegir entre una mayor apertura económica y la aceptación de la regulación de estas espinosas cuestiones, o la renuncia a participar e influir en un provechoso bloque económico a las puertas de su casa.
No obstante, pensar que China no es capaz de esquivar el TTP sería infravalorar sus recursos. La Nueva Ruta de la Seda y, a corto plazo, su impulso a las negociaciones para establecer la Zona de Libre Comercio de Asia Pacífico (FTAAP, por sus siglas en inglés), que sí incluiría a China, así lo confirman, como también lo hace el que haya sido el principal impulsor del AIIB o el Nuevo Banco de Desarrollo. Lejos de las restricciones del TPP, la Nueva Ruta de la Seda tan solo evoca vagas ideas de respeto y colaboración mutua, se apoya en la coordinación y supervisión estatal de sus integrantes y prevé la participación de empresas estatales. Mediante su establecimiento, China logra asentar las bases para afrontar la batalla por la influencia a largo plazo en el comercio internacional en sus propios términos.
Ya negociadas las condiciones del TPP, Estados Unidos centra sus esfuerzos en lograr la nada clara ratificación del acuerdo. Mientras tanto, Washington no ha otorgado demasiada importancia a la Nueva Ruta de la Seda, a la que considera una visión grandilocuente más que de estructura económica con normas definidas y no parece contemplar como una amenaza seria. Algunas voces críticas recalcan que no solo se está subestimando su importancia, sino que Estados Unidos cometería un error de continuar posicionándose en contra de las iniciativas económicas de China en la zona, como ya se opuso sin éxito a la creación del AIIB. Esta actitud no solo lo ha colocado anteriormente en una posición incómoda frente a algunos de sus aliados más cercanos, sino que tiene difícil explicación —más allá de los propios intereses hegemónicos de Estados Unidos— en los tiempos de estancamiento económico que vivimos. Aunque esta negativa a menudo se argumenta desde la defensa de los derechos humanos, laborales y medioambientales, no es menos cierto que cerrarse a participar en toda iniciativa china supone renunciar a la posibilidad de ejercer influencia en el tratamiento de temas tan fundamentales.
China mira hacia Europa
El que se esté librando una guerra entre bastidores por la influencia en Asia no quiere decir que la ambición de la Nueva Ruta de la Seda cese ahí. Su nombre evoca la conexión entre culturas que supuso la antigua Ruta de la Seda, que durante tres siglos fue el nexo entre Europa y China, y no precisamente por casualidad. Aunque las cifras de inversión extranjera directa en Europa, realizadas por macroempresas estatales, crecen cada año, su peso en la región no ha aumentado al mismo ritmo y se encuentra lejos de haber logrado el mismo impacto que en África, donde su fuerte presencia inversora le ha valido apoyos en sus reclamaciones territoriales en el Mar del Sur de China. Pese a ello, los beneficios que reportaría la Nueva Ruta de la Seda a una Europa que no acaba de recuperarse de la crisis alimentan las esperanzas chinas de inclinar la balanza hacia su lado.
Es cierto que Pekín ya se ha alzado con algunas victorias diplomáticas en el Viejo Continente, entre las que destacan sus buenas relaciones con Reino Unido y el apoyo por Francia, Alemania, Reino Unido y otros países europeos, contra las objeciones de Estados Unidos, en la creación del AIIB. Asimismo, ha creado el foro de cooperación de 16+1, que integra a China y varios países del este de Europa, entre los cuales se cuentan algunos miembros de la Unión Europea. La postura de estos países ante la inversión china, con economías menos desarrolladas e infraestructuras más deficientes, es más abierta en cuanto a temas delicados para Pekín.
Con todo, China ha perdido algunas de sus batallas recientes más importantes. Tras quince años como miembro de la Organización Mundial del Comercio, el Parlamento Europeo votó en contra de otorgarle el estatus de economía de mercado por sus continuadas prácticas de venta a pérdida —dumping— en el continente. Asimismo, Europa se ha mantenido firme en su crítica ante las reclamaciones en el Mar del Sur; incluso Reino Unido, su gran amigo europeo, ha pedido que se respete el dictamen emitido al respecto, que China se ha negado a aceptar.
Si bien la capacidad de comprar influencia con inversión parece, de acuerdo con estos acontecimientos, limitada, el enfoque estratégico de la Nueva Ruta de la Seda es más sutil: busca mejorar la imagen de China y proyectar la de un país benévolo y preocupado por la armonía global. Así lo indica su preocupación por presentar el proyecto como limpio y verde y por recalcar que se busca contribuir al desarrollo y al crecimiento, no la influencia política. Por otra parte, la Unión Europea no solo se ha dejado dirigir más por motivos económicos que por una estrategia común y unida ante la gran inversión extranjera directa china, sino que ha dado una respuesta manifiestamente descoordinada, con diferentes Estados miembros incluso compitiendo entre sí. Igualmente, tampoco se ha acordado ninguna posición conjunta para la Nueva Ruta de la Seda por el momento, aunque varios países han dado signos de estar a favor.
Una ruta plagada de dificultades
A pesar de todo, amansar los recelos estadounidenses y europeos podría ser el menor de los problemas en el largo camino que el proyecto tiene por delante. La ruta atravesaría a uno de sus vecinos más conflictivos, Afganistán, a través de la región autónoma de Xinjiang. Esta es una de las más pobres del gigante asiático y una de las razones que azuzan el interés de China por la seguridad y el desarrollo afganos: la región, que vive con cierta frecuencia episodios de terrorismo y violencia debido a sus reclamaciones de independencia, no se beneficia de la mala situación en sus fronteras. Aunque ya dedica cuantiosas ayudas e inversión al país, la Ruta de la Seda supondría un impulso económico tanto para la reconstrucción de una economía más independiente en Afganistán como para aliviar la situación de Xinjiang y calmar sus aspiraciones separatistas. Pero la falta de seguridad ya ha paralizado proyectos en el país anteriormente y será, sin duda, una cuestión candente en este tramo de la Nueva Ruta de la Seda. Se ha puesto recientemente sobre la mesa la legalización de la intervención del Ejército de Liberación Popular en el extranjero, hasta ahora limitada al interior de las fronteras chinas, lo que sugiere que la Ruta de la Seda incorporará un componente de seguridad. No obstante, China es inexperta a la hora de lidiar con conflictos extranjeros.
Otros problemas podrían salpicar el proyecto: el trazo de las rutas podría afectar a los delicados equilibrios geopolíticos. India ya mira con suspicacia una inclusión de Pakistán y parece improbable que Rusia acepte de buen grado una intrusión aún mayor de China en Europa del Este, tradicionalmente bajo su esfera de influencia. Asimismo, la inclusión de Irán en la Nueva Ruta de la Seda podría desestabilizar el delicado equilibrio de poder entre las potencias suníes y chiíes del Golfo Pérsico. Por su parte, sus vecinos del Pacífico temen que la construcción de puertos tenga un doble uso militar al servicio de las aspiraciones territoriales chinas en la zona.
La necesidad de ganar apoyos ya ha puesto a trabajar la política económica y exterior de Pekín al servicio del proyecto. Esto se ha manifestado en las invitaciones a India y Pakistán para unirse a la Organización de Cooperación de Shanghái o su repentino activismo en Oriente Próximo, una zona cuya estabilidad sería clave para el éxito del proyecto en la que tradicionalmente había rechazado involucrarse. La clásica política de no interferencia parece haber comenzado a revertirse: China fue el primer país en visitar Irán tras el levantamiento de las sanciones, viaje en el que aprovechó para visitar Egipto y Arabia Saudí e incluso ofrecer mediación en la guerra civil siria. Parece evidente que China tiene por delante un largo trabajo para ganar la confianza de vecinos rivales.
En el siglo II a. C., la antigua Ruta de la Seda ya posibilitó el intercambio de mercancías lujosas, telas y especias exóticas, y con ellas nuevas ideas y pensamientos. En un mundo en el que la globalización ya es una realidad, la Nueva Ruta de la Seda resurge como un proyecto que aspira a consolidarla. China busca devolver definitivamente a su nación, el “reino del medio”, a su legítimo lugar en el centro del mundo y la Ruta de la Seda contiene las claves de sus aspiraciones geopolíticas en las distintas regiones del mismo. Queda por ver si el manejo de su política exterior estará a la altura de las mismas.