La UE tramita una nueva directiva para proteger a los ‘chivatos’. En España, decenas represaliados por denunciar corruptelas se están asociando para elevar la presión.
Tienes delante a alguien que explica hechos muy graves que salpican a altos cargos de la administración pública. Habla de carrerilla, dando muchas cosas por supuestas. Te abruma con datos, con documentos y carpetas que contienen más información de la que puedes procesar en un mes. Te cuenta que lo están acosando desde que se negó a colaborar en las prácticas corruptas de su departamento, donde ejercía un cargo intermedio. Ha dormido mal y lleva tiempo con ansiedad o deprimido. Te dice que va al psicólogo o que está pensando en hacerlo. Se siente acosado y desamparado.
Muchos denunciantes encajan con este perfil y se suelen enfrentar a un primer problema: que alguien se crea su historia y les ayude a filtrarla sin sufrir represalias. España, reclaman, no está preparada para canalizar sus chivatazos, ni para protegerlos cuando se deciden a hablar. “Lo que más falta nos hace es algún tipo de protección automática, de manera que en cuanto denuncies los jueces tengan que aplicarte esa protección, un estatus jurídico especial. Es decir, necesitamos que se haga la trasposición cuanto antes de las normativas de la Unión Europea al respecto, que empiezan a ser garantistas”, reclama Jaime González, portavoz de una agrupación que empezó a reunir en mayo a decenas de denunciantes. Están en fase de constitución y aún no han elegido ni el nombre de la asociación. Algunos son caras relativamente conocidas, testigos de Acuamed, de la Gürtel… de casos que han saltado a los telediarios.
Otros no han pasado de las páginas de la prensa local, como José Manuel Cantó, un doctor en ciencias geológicas especializado en minería que fue contratado hace años como director técnico de la Agencia de Medio Ambiente en Huelva y acabó enfrentado en los tribunales con la administración y varias empresas locales. “Empezaron a presionarme con el tema de los fosfoyesos contaminantes en la ciudad de Huelva, que es algo muy grave y que era mi prioridad, la razón por la que acepté dejar un trabajo en la UE y pasar a ganar mucho menos dinero. Poco después de instalarme, empezaron a decir que dejase estar algunas cosas, que hiciese la vista gorda, que fuese benevolente con ciertas empresas porque políticamente no interesaba”, comenta. Cantó se fue indignando poco a poco y acabó hablando con periodistas, frenando vertidos irregulares gracias a su trabajo y llevando a la administración a los tribunales. “Me hicieron de todo y me llegaron a juzgar por obstrucción a la justicia en 2004. Además, he tenido dos amenazas de muerte y tres intentos de soborno en este tiempo”.
La mayoría de los denunciantes, dice González, acaban sufriendo un patrón de acoso parecido. Primero se les advierte, después se les aísla y finalmente se busca expedientarlos, despedirlos o acusarlos de calumnia. “Nada más empezar se crea un círculo de silencio en el trabajo, te hacen ‘mobbing’, te van arrinconando. Si no paras, se meten en tu vida familiar o buscan cosas que puedan afectarte. Tiran de cualquier fleco y empiezan a calumniar, a airear cosas. Atacan a la gente que quieres. Mi mujer por ejemplo lo pasó muy mal”, dice Francho Chabier Mayayo, uno de los denunciantes del caso Plaza, una trama aragonesa.
Mayayo trabajaba como ayudante de jefe de obra en la plataforma logística de Zaragoza, en manos de Acciona, y empezó a temer responsabilidades penales si seguía firmando lo que pasaba por su mesa. “Veía cosas raras, partidas que no se realizaban, conceptos que no eran obras, sobrefacturación. Estamos hablando de mucho dinero, en total se ha calculado que pueden ser más de 200 millones de euros. Muchas cosas se decían abiertamente porque estaba socialmente admitido, era como conducir con unas copas: algo que está mal, pero que se hace de todos modos. Cuando me quejé, me sacaron de la obra y me trasladaron. Incluso contacté con Javier Lambán (secretario general del PSOE en Aragón) y él me dijo que se informaría. Una vez que se enteraron de que yo era el denunciante de Plaza, tuve un bloqueo total en el trabajo. Mi mujer cogió una depresión atroz después de que un día viniese alguien a preguntar por mí a mi casa”.
Sufrió una crisis de ansiedad y estuvo de baja un año y medio. “Al volver me metieron en una habitación sin hacer nada y después me despidieron alegando que había una reestructuración. Les puse una demanda laboral y llegamos a un acuerdo, un mal acuerdo, pero es que no quería quedarme en la calle sin dinero. Ahora me está costando mucho volver a ponerme en pie porque en el sector se han encargado de convertirme en un apestado”. Mayayo está terminando de cobrar el paro e intentando montar una empresa. Lo más angustioso, lamenta, es la sensación de soledad, incluso cuando las denuncias empiezan a aparecer en los periódicos. “Te convierten en un muerto laboral. Y cuando vas a denunciar tienes que arriesgarlo todo: vas a la Fiscalía, buscas abogados, hipotecas tu vida”.
La protección de los denunciantes es un tema prioritario en la agenda de la Unión Europea y hay dos directivas recientes de Bruselas: una aprobada en 2015 cuya transposición no ha llegado a España y otra en tramitación —falta que sea aprobada en el Parlamento Europeo— que resulta mucho más ambiciosa. Esta última propone blindar a los denunciantes ante las represalias y brindarles todas las facilidades para que puedan comunicar lo que saben en confidencialidad. Se establecen, por ejemplo, tres tipos de canales de denuncia. El primero, en la propia entidad, obligando a aplicar un protocolo a todas las administraciones estatales, los municipios de más de 100.000 habitantes y las empresas privadas con más de 50 empleados y 10 millones de euros de facturación anual.
Según Jaime González, la primera directiva prevé que los denunciantes sean reconocidos por oficinas antifraude o similares, otorgándoles a partir de ahí un blindaje para ir a juicio contra el empleador o la administración de turno. “La segunda directiva es mucho más concreta sobre qué significa ser calificado como denunciante”. En cuanto se consigue ese estatus, es el empleador el que tiene que demostrar que no ha habido represalias ante despidos o casos de acoso laboral. Además, ofrece derecho a asistencia jurídica y una lista tasada de las represalias más típicas, sanciones para los estados que no cumplan la directiva…”.
Movidos por el miedo
Muchos denunciantes se deciden a hablar por miedo a lo que les pueda pasar, por temor a acabar acusados o detenidos por corrupción. Carles Martínez trabajaba para el Servei d’Ocupació de Cataluña, el equivalente al INEM. “Me dedicaba a inspeccionar los cursos de parados. Empecé a preguntar a los formadores cuánto cobraban, si les llegaba la parte de la subvención que en teoría les correspondía. Si tenía que cobrar entre 40 y 60 euros la hora, resulta que el 95% de los más de cien con los que hablé estaban recibiendo una cuarta parte. Le dije a mis jefes que no podía firmar los pagos ante una irregularidad así, que eso era desvío de pagos, y se formó un escándalo tremendo. Me dijeron que dejase de preguntar y después de un año de amenazas me mandaron a una oficina y me acusaron de traidor. No me he arrepentido y lo volvería a hacer. Aún hoy me siguen llamando profesores para que los asesore”.
A Juanjo Romero, denunciante de irregularidades de AENA, le ocurrió algo parecido. “Trabajaba en INECO y empecé a recopilar información y denunciar porque tenía miedo de que me imputasen irregularidades a mí. Una vez que empiezas a meterte en esto, ya es muy difícil volver atrás”, dice. Cuando detectaron que estaba dando problemas, recuerda, lo metieron en un despacho donde no tenía nada que hacer, ni acceso a más documentación. Tras pasar un tiempo allí, acabó siendo despedido. “Me echaron en 2009 y ahí empieza un proceso que dura cuatro años. El despido se acaba declarando nulo con vulneración de derechos fundamentales”. Fue readmitido pero duró poco. “En 2013, durante mis primeras vacaciones, me comunicaron una vez más mi despido y ahora tengo otros dos procesos judiciales abiertos para mi readmisión”, comenta.
Los denunciantes subrayan que el acoso moral es una constante. “Intentan por todos los medios desmoralizarte y hacerte pasar por un loco. Y acabas sufriendo secuelas psicológicas, ansiedad, depresión, estrés, con lo cual hay momentos en los que no estás en tus cabales”. A Juanjo, por ejemplo, sus superiores le enviaron emails como este, impreso en su dosier personal de agravios junto a cientos de documentos más:
Mira, ‘hombre’ patético, lo que hagas en tu vida me da absolutamente igual.
Puedes dedicarte a vender maletines, ser asesor de ministros, dedicarte a poner demandas a la APD, conseguir pasar de Primero de Derecho o lo que quieras. Desde luego en el mundo aeronáutico ya todo el mundo (por desgracia) te conoce y lo vas a tener crudito.
Después de lo ocurrido no mereces ningún respeto y tu credibilidad es nula. Te recomiendo (no precisamente porque te aprecie pero sí en beneficio de la sociedad) que te recluyas en un sanatorio mental hasta que resuelvas tus problemas (si es que a estas alturas tienen ya solución).
También los interventores
Jesús Lizcano, de Transparencia Internacional, dice que su organización recomienda la “máxima protección” para los denunciantes, ya que muchos acaban arriesgando su trayectoria profesional y su patrimonio. “Nos llega mucha gente con cosas que contar y sería necesario un marco normativo para evitar que tengan miedo. Hay muchos ciudadanos y trabajadores que ven corruptelas y no hablan por temor. En España se juegan su trabajo. En otros países directamente se juegan la vida”. Desde esta ONG defienden el proyecto de ley presentado por Ciudadanos que se está tramitando en el Congreso (Proposición de Ley Integral de Lucha contra la Corrupción y Protección de los Denunciantes). Con las sucesivas enmiendas, dice, traspone con bastante exactitud la directiva europea.
En la asociación de denunciantes también hay interventores. Y el de Fernando Urruticoechea es uno de los casos más célebres y antiguos. Su primer problema se remonta a 1987, cuando entró al ayuntamiento de Galdakao (Vizcaya) con un contrato interino. “Era uno de los ayuntamientos más endeudados de la provincia. Me encontré con varias situaciones increíbles, entramados de urbanismo, adjudicaciones a dedo… Elevé la denuncia al alcalde y me intentaron despedir, me pusieron a trabajar en una caseta donde la policía municipal almacenaba los cepos. En 1991 gané uno de los primeros juicios por acoso laboral en el Juzgado de lo Social. Después saqué la oposición de interventor pensando que eso me iba a blindar y cambié de destino”.
Urruticoechea ha tenido experiencias parecidas en municipios de toda España, negándose siempre a firmar aquellos expedientes que le generaban dudas legales. “Estuve primero en Ermua y luego fui saltando de sitio en sitio. En Castro Urdiales me encontré una situación delictiva generalizada. Me hicieron la vida imposible con difamación, insultos, amenazas. Acabé de baja por la crisis personal y familiar que me generó. Acabé enfermando. Años después, en 2008, un juez decidió tomarse en serio mis informes y la cosa acabó con una operación de la UCO y 15 condenados, entre ellos dos alcaldes. Mi vida y mi salud, sin embargo, quedaron arruinadas”.
Muchos de los denunciantes que siguen adelante, concluye Urriticoechea, acaban metidos en una espiral que arrasa con sus vidas y les deja secuelas obsesivas. “Llegas a un punto de desquicie personal, como me ha pasado a mí. Divorcios, incomprensión, problemas por todos lados. Sufres un desequilibrio psicológico y la sensación constante de injusticia, de que estamos en el mundo al revés, en el que aquel que defiende la legalidad es perseguido y acosado por cumplir con su deber, como es mi caso. He pasado por muchos ayuntamientos, en algunos he tenido que irme porque acabé temiendo por mi vida, como en Leganés, en otros decidí mantener un perfil bajo. En cuanto intentas denunciar lo que ves, empiezan los expedientes sancionadores en contra para que dediques tu tiempo a defenderte. Y en esas estoy ahora otra vez”.