Al término de la Primera Guerra Mundial, Alemania se había convertido en un estado arruinado, humillado y políticamente muy inestable. Estas son las claves del Tratado de Versalles.
A finales de 1918, los supervivientes del ejército alemán regresaban a sus hogares tras la Primera Guerra Mundial. Desfilaban por las calles de sus ciudades derrumbados tras el paso por el campo de batalla, hambrientos, andrajosos, renqueantes. Y, como le ocurría al resto de la población, su estado de ánimo era deplorable.
Qué diferente esta imagen de la del ejército reluciente y temible que había partido orgulloso al frente en 1914, seguro de convertirse en el dominador del corazón de Europa, en el valedor de la supremacía del pangermanismo.
A principios de siglo XX, Alemania había llegado a ser una gran potencia industrial. Su economía había recibido el impulso de los medios de transporte y de las industrias química, eléctrica y armamentística. Ahora, tras muy pocos años, el país había pasado de ser el estado más fuerte de Europa a vivir una derrota deshonrosa.
Alemania había previsto un enfrentamiento corto, una guerra relativamente fácil de ganar. Sin embargo, el frente bélico occidental se convirtió en una lucha de trincheras, y el conflicto empezó a ser interminable. En 1916 las bajas alemanas ya se contaban por cientos de miles.
La prolongación del conflicto conllevó un desgaste muy serio para el Imperio y abonó el terreno para que tanto las voces contra la guerra como el germen de la vecina Revolución bolchevique (que estallaría en noviembre) se hicieran sentir en las factorías y entre los soldados de la retaguardia. La dureza del conflicto bélico había dejado exhausto al pueblo, que deseaba su fin. En las calles, la revolución alemana empezó a gestarse antes de que se iniciaran las negociaciones para el armisticio. En julio, una comisión parlamentaria presionó al gobierno para que firmara una paz aséptica, que no incluyese pérdidas territoriales ni reparaciones de guerra.
El 29 de septiembre de 1918, el general Ludendorff abogaba por el armisticio y pedía un nuevo gobierno imperial, formado sobre la base de una mayoría parlamentaria. Un gabinete así tendría la credibilidad suficiente ante los aliados para negociar una paz satisfactoria. Este gobierno se formó el 3 de octubre. El nuevo régimen, al que tuvo que avenirse el káiser Guillermo II, había nacido políticamente débil. Antes de aceptar la derrota, el Segundo Reich había jugado a toda prisa la carta de la transformación de sus instituciones políticas y militares para poder negociar la paz y eludir el protagonismo en la derrota.
Con el abandono del autoritarismo imperial, Alemania intentaba paliar el castigo a su osadía expansiva, a la vez que cedía por necesidad a las largas reivindicaciones obreras y democráticas en casa.
Por todo el país se estaba desarrollando un gran conflicto interno a nivel social con clara inspiración en los vecinos bolcheviques. El canciller hizo pública la abdicación del káiser Guillermo II, y Friedrich Ebert fue nombrado nuevo canciller. El Segundo Reich había acabado. Nacía la República de Weimar (conocida con tal nombre porque en esta ciudad turingia, lejos de los disturbios berlineses, se redactaría la Constitución).
Ebert constituyó un gobierno provisional, y el Ejército y los sectores conservadores dieron respaldo táctico al nuevo ejecutivo. Apoyando a los socialdemócratas, esperaban contener el despliegue de la revolución social en la que estaban sumidos. Pero fueron los propios revolucionarios los que pusieron fin a su revolución: en diciembre, el Congreso Panalemán de Consejos de Obreros y Soldados decidió su autodisolución. Decidieron apoyar la convocatoria de elecciones y moderaban su movimiento revolucionario diciendo adiós a una posible dictadura del proletariado. No toda la izquierda estuvo de acuerdo. La Liga Espartaquista, de inspiración marxista, se opuso a la línea blanda y se sublevó; fueron sofocados por el gobierno con la ayuda de organizaciones paramilitares antirrepublicanas, que asesinaban a los revolucionarios por cientos.
Los izquierdistas consideraron que la República de Weimar se había convertido en la forma política del pacto entre la socialdemocracia y las antiguas clases dominantes (burguesía y ejército) para evitar que los trabajadores llevaran adelante sus propósitos de cambio radical. Con lo que vino a continuación, creyeron confirmados sus recelos: pese a ganar las elecciones, el SPD necesitó aliarse con fuerzas situadas a su derecha para gobernar.
La tarea del nuevo régimen se vio enormemente trabada: llegaban tiempos de exigua soberanía para el país. El 28 de junio de 1919, medio año después del armisticio, se firmó el Tratado de Versalles entre Alemania y los aliados. Fue un golpe más difícil de encajar de lo esperado, pues la delegación del país, los periódicos y el pueblo entendieron el tratado como un acto de imposición, y no como una negociación.
Una cláusula irritó especialmente: el artículo 231, que les obligaba a asumir toda la responsabilidad como iniciadores de las hostilidades. Destacados oficiales del Ejército y sectores conservadores incluso se mostraron reacios a aceptar las condiciones, a pesar de que la alternativa era la reanudación de los combates y la consiguiente invasión del suelo alemán. Por eso, los partidarios de aceptar el trato simplemente aducían que no había otra elección.
Alemania tuvo que renunciar a sus colonias y acceder a la entrega de territorios a diferentes países vecinos, como Francia, Dinamarca y Polonia. Por otro lado, una serie de cláusulas militares obligaban a reducir el Ejército a la mínima expresión. Las Fuerzas Armadas tuvieron que verse limitadas a 100.000 efectivos, y se puso fin al servicio militar obligatorio.
También se suprimieron la aviación, la artillería pesada y los submarinos. Con todo, en un sentido práctico, la medida más severa fue la indemnización económica a pagar a los vencedores de la guerra, que no se concretó hasta 1921. La cantidad establecida fue de 132.000 millones de marcos oro (33.000 millones de dólares). Esto significó un freno determinante para la reactivación de la economía.
El Estado no pudo hacerse cargo de una deuda tan importante en los siguientes años y, así, la economía del país acabó hundiéndose y los acreedores solo cobraron parcialmente. El incumplimiento en el pago de esas cantidades dio lugar a la ocupación de la principal zona industrial alemana, la cuenca del Ruhr, por parte de un ejército francés y belga.
Todas estas circunstancias negativas relacionadas con la derrota en la guerra cayeron como una losa sobre los responsables del nuevo gobierno republicano. Era un contexto complicado que contribuiría a largo plazo a erosionar la legitimidad de la República de Weimar.
Los militares y la derecha conservadora se encargaban, por lo demás, de atizar este mensaje de traición en Versalles por parte de los demócratas, con el objetivo de detener o revertir el giro revolucionario demandado por la clase trabajadora. Desde luego, era verdad que las condiciones de rendición no se correspondían con las que tradicionalmente se habían aplicado en Europa, menos draconianas y más honorables, y determinaban más que nunca el nivel de vida de las futuras generaciones alemanas.
Las exigencias impuestas en Versalles fueron, ciertamente, muy duras para el país derrotado y causaron estupor, no solo en Alemania. El mismísimo John Maynard Keynes, economista eminente y miembro de la delegación británica, publicó un ensayo ese mismo año, Las consecuencias económicas de la paz, en que se pronunciaba contrario al tratado.
El ejército alemán no aceptó haber perdido la guerra en el campo de batalla, y acusó a civiles y a políticos de izquierdas de traicionar al país. Sus pecados eran la revolución y la aceptación de la paz. La expresión “puñalada por la espalda” hizo fortuna. La idea cuajó incluso entre muchos alemanes que en primera instancia habían apoyado tanto la paz como la república. Fue una jugada maestra a la hora de escurrir el bulto de la humillación de Versalles y cargarlo a las espaldas de los republicanos. El Ejército mantuvo así su prestigio intacto.
Prueba directa de la influencia ideológica de esta teoría en los años de entreguerras fue la muerte de Matthias Erzberger, dirigente católico asesinado por haber firmado el armisticio en nombre de Alemania. El principal divulgador de la idea de traición fue, cínicamente, el general Erich Ludendorff, en su día el principal impulsor del armisticio. Pero el mito fue adoptado por todas las facciones políticas de derechas y nacionalistas. Fue una de las bases ideológicas en que se sustentaría posteriormente el nacionalsocialismo.