El ‘crash’ que nadie vio venir acabó abruptamente con los años de enriquecimiento fácil y reveló para muchos, y a las malas, la cara amarga de la bolsa.
El 24 de octubre de 1929, cuando la bolsa aún no había abierto, los lectores de The New York Times desayunaban leyendo que un hundimiento de Wall Street era un “desastre imposible”. Horas después las cotizaciones caían un 11%. Al día siguiente La Vanguardia titulaba con un lacónico “Oscilaciones bursátiles”. Pero quince días más tarde esas oscilaciones se habían convertido en un descalabro de casi el 50%. En 1932, más de tres cuartas partes del valor de las empresas en bolsa se había evaporado.
En poco tiempo, cientos de miles de personas, muchos de ellos modestos ahorradores, aprendieron dos cosas: la primera, que eso de que “todo lo que sube, baja” puede ser cruelmente cierto; la segunda, que algo tan abstracto como la bolsa y la actividad financiera puede afectar de forma directa o indirecta, y de qué manera, la vida de las personas. El impacto del crash fue tan grande que aquella crisis, 90 años después, ha adquirido forma de leyenda. Leyenda negra, eso sí.
“La memoria de 1929 se invoca en cada crisis financiera, independientemente de su origen”, señala el historiador económico Harold James. Y se invoca normalmente para encontrar respuestas y un modelo a seguir o a rehuír. El problema, sin embargo, es que entre los académicos aún hay discrepancias sobre algunas preguntas básicas acerca de aquella crisis. ¿Qué llevó al desastre? ¿Cómo se recuperó la economía? ¿Cómo paliar los daños en el futuro?
Estados Unidos había salido vencedor de la Primera Guerra Mundial, no solo en lo militar, sino también en el tablero geopolítico. Aunque las potencias europeas vencedoras seguían manteniendo la imagen de rectoras del mundo, en realidad, era un decorado de cartón piedra. La Europa que había dominado el planeta hasta entonces estaba endeudada fuertemente con la nueva potencia emergente, cuya pujanza industrial, además, no paraba de crecer.
La década de los 20 vio como los grandes conglomerados empresariales crecían gracias a que la Administración norteamericana favorecía la concentración empresarial y los monopolios, a la vez que se adoptaban nuevas formas de producción industrial, más masiva y barata. Era la puesta de largo del capitalismo moderno. Las condiciones de muchos trabajadores de clase baja mejoraron y la clase media creció. El paro a finales de la década bajó al 3% y la facilidad para obtener créditos permitió que mucha gente aspirara a una vida que en otras condiciones no habría podido conseguir.
Cuando Henry Ford lanzó el modelo T, el primer automóvil producido en serie, lo hizo porque sabía que había gran masa de trabajadores que se había enriquecido y porque nuevas formas de financiación –la compra a plazos, fundamentalmente- le permitirían acceder a un coche, algo antes impensable. En 1927 se vendieron cinco millones de unidades.
Si el sueño americano nació en algún momento fue entonces, esos años en que cualquiera podía hacerse rico, o al menos lo parecía. La bolsa, que en la segunda mitad de los años 20 no paró de subir, prometía la posibilidad de acumular grandes sumas de forma rápida si se disponía de un pequeño capital de partida. O incluso sin él. Los bancos prestaban dinero para comprar acciones a crédito y cientos de miles de pequeños inversores, pero también de empresas, se lanzaron al mercado.
Depositar los ahorros en acciones que podían doblar su valor en un año o endeudarse para comprarlas y luego devolver el dinero al banco con un enorme margen de beneficio, era un sistema a priori muy interesante. Mientras el mercado subiera. Cuando dejó de hacerlo y cayó abruptamente en octubre de 1929 todo se derrumbó. Miles de ahorradores perdieron su dinero y muchos otros se encontraron con que no podían devolver los créditos.
No era, ni mucho menos la primera caída masiva de los mercados bursátiles. En Estados Unidos se habían vivido ya en aquel siglo al menos otras dos. Tampoco se puede decir que en otros países no se hubieran producido desastres como aquel. Pero el crash de 1929 fue probablemente el más acusado de todos, el que afectó de forma directa a más gente y al que se le dio más difusión.
El hecho de que aquella catástrofe ocurriera en la ya primera potencia mundial, la sociedad con el capitalismo más avanzado y con una floreciente industria de los medios de comunicación, contribuyó a que aquella crisis se convirtiera en lo que es hoy en el imaginario global. El pánico, las imágenes de un Wall Street atestado de pequeños inversores esperando noticias con impaciencia y las informaciones sobre supuestos suicidios de magnates arruinados poblaron las páginas de los periódicos esos días. El economista John Kenneth Galbraith recordaría años después el rumor que corrió sobre que “dos hombres saltaron cogidos de la mano desde una ventana del Ritz. Tenían una cuenta conjunta”.
Pero no todas esas noticias eran ciertas. En realidad, a pesar de la leyenda, la tasa de suicidios fue menor en esos meses que en otros momentos, aunque lo que sí se incrementó de forma notable entre 1929 y 1932 en Nueva York –y no es un indicador menor- fueron las muertes por enfermedades coronarias. Para cuando alguien le diga que, a largo plazo, la bolsa siempre sube, tenga en cuenta que el Dow Jones no recuperaría los niveles de 1929 hasta mediados de los años 50.
¿Qué causas llevaron a la catástrofe? No existe un consenso entre los historiadores sobre las razones que provocaron una caída como aquella, más allá de las conjeturas relacionadas con la propia dinámica del mercado tras el vertiginoso ascenso de los años anteriores. Tampoco lo hay sobre las relaciones de causa y efecto respecto a lo que ocurrió después. Para el economista Paul Krugman, “después de todo, la Gran Depresión no tuvo ninguna causa obvia”, mientras que para el ex presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, “entender la Gran Depresión es el Santo Grial de la macroeconomía”.
En lo que sí que hay coincidencia es que aunque no hay un único elemento que llevara al hundimiento de los mercados y a la crisis posterior, sí que hay muchos pequeños factores. El exceso de oferta y la consiguiente acumulación de stocks, la subida de los aranceles de EE.UU. que provocó a su vez represalias comerciales en Europa, y el propio pago de la deuda de la Gran Guerra contraída por los aliados europeos que debilitó sus economías, son solo algunos de ellos.
En cualquier caso, sí que están claros los datos de los años siguientes. Entre 1929 y 1932, el Producto Interior Bruto (PIB) de Estados Unidos cayó un 43%, una magnitud que posteriormente solo se ha vislumbrado -y de lejos- en situaciones como la actual, de cierre repentino de la economía a causa de la pandemia. En los primeros años 30 se volatilizaron 20.000 millones de dólares como consecuencia directa del crash bursátil. Miles de bancos cerraron sus puertas en todo el país, el flujo de crédito se interrumpió. 32.000 empresas quebraron solo en los primeros meses de la crisis.
El paro, que en 1929 apenas superaba el 3% de la población activa, para 1932 se había encaramado al 23%. Como en todas las crisis económicas, se puso en marcha un círculo vicioso en el que los que no habían sufrido en carne propia el batacazo bursátil vieron cada más con más recelo la evolución de la economía y esa desconfianza se tradujo en menos inversiones y menos consumo. El abismo se hizo cada vez más profundo.
En Estados Unidos, aunque lo peor de la crisis transcurrió entre 1929 y 1932, y a pesar de los buenos resultados de las medidas de Franklin D. Roosevelt que incluían una decidida intervención pública, la Depresión duró una década. No fue hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando la economía norteamericana y su maquinaria industrial saldrían del larguísimo túnel, impulsadas por la demanda generada por las necesidades bélicas.
En esos años, el drama de la pobreza, de las masivas migraciones internas, de las largas colas en los comedores sociales, marcaron el imaginario de toda una generación. La obra de grandes fotógrafos, como las famosas imágenes de Dorothea Lange, dan testimonio de ello. La Gran Depresión no fue una simple crisis económica, sino algo más, un terremoto que quebró la sociedad estadounidense.
En un mundo cada vez más globalizado, las consecuencias no se limitaron a Estados Unidos. Aunque muy lejos de lo que sucede en la actualidad, las economías de los países europeos ya estaban vinculadas con el otro lado del Atlántico. Europa aún sufría las consecuencias de la guerra: Alemania tenía que pagar costosísimas reparaciones a los aliados, que estos utilizaban para devolver los créditos que los norteamericanos les habían concedido para afrontar el esfuerzo bélico.
La onda expansiva de la Gran Depresión se propagó por el Viejo Continente como un incendio en un bosque castigado por la sequía. Por una parte porque, ante el hundimiento de los mercados financieros, muchas empresas y entidades estadounidenses repatriaron capitales. Por otra, porque las exportaciones europeas tenían muchos problemas para entrar en el mercado norteamericano debido a los aranceles en vigor los años veinte.
Tampoco existe un consenso claro sobre hasta que punto 1929 llevó a la Segunda Guerra Mundial, porque en Europa existían otros factores, sobre todo los derivados del Tratado de Versalles y las duras condiciones impuestas a Alemania, que el crash, en todo caso, habría agravado.
Desde aquella crisis, los mercados bursátiles han sido castigados periódicamente por fuertes descalabros. El de 1987, el del 2000, del 2007-08 o el más reciente de todos, el de marzo de este año a consecuencia de la pandemia, son algunos de ellos. Este último ha devuelto a la memoria las colas en los comedores sociales de hace 90 años. Sin embargo, ninguna crisis como aquella ha quedado tan grabada en la memoria popular. El cine, los medios y la literatura han perpetuado la leyenda que regresa una vez tras otra.