La fiscalidad es uno de los instrumentos fundamentales para promover el crecimiento de la economía en el medio-largo plazo y elevar el PIB potencial.
La tasa de retorno de la renta y del capital después de impuestos es una variable fundamental para explicar los incentivos a trabajar, ahorrar e invertir de los individuos y de las empresas.
En un mercado abierto a la libre circulación de bienes, de servicios, de personas y de capitales la tributación constituye también un elemento básico de la competitividad de una economía, porque, ceteris pribus, contribuye a atraer o expulsar actividad productiva de su espacio geográfico; compite con otros territorios por captar recursos. Estas consideraciones son relevantes para comprender el presente y el futuro económico de Cataluña.
A lo largo de las últimas dos décadas se ha ido creando un sistema tributario en Cataluña lesivo para la creación de riqueza. Un territorio caracterizado por la laboriosidad de su capital humano, por el espíritu emprendedor de sus habitantes, por la presencia de un tejido empresarial dinámico ha desplegado una política fiscal que erosiona de manera significativa los fundamentos de su prosperidad.
Lejos de crear un marco para estimular el trabajo, el ahorro y la inversión, los sucesivos gobiernos del Principado de un signo ideológico u otro han caminado en la dirección opuesta. Si España ha perdido competitividad fiscal en relación con la mayoría de los Estados de la OCDE, Cataluña es un paradigma de ese mismo fenómeno dentro de las Españas.
Suspenso en competitividad fiscal
En estos momentos, Cataluña es una de las regiones con mayor presión fiscal de España y los catalanes realizan también uno de los mayores esfuerzos fiscales; esto es la relación entre la presión fiscal y el PIB per cápita. Por otra parte, es la comunidad autónoma con un número más elevado de impuestos propios, 18, lo que casi triplica en promedio de los existentes en el conjunto de las demás autonomías, 7, y también ha elevado los tipos impositivos de la tributación especial, por ejemplo los hidrocarburos o el IRPF. Esto la sitúa en la última posición del Índice de Competitividad fiscal elaborado por la Fundación para el Avance de la Libertad y la Tax Foundation.
La fiscalidad sobre la renta existente en Cataluña castiga a las clases medias, a la inmensa mayoría de la población, reduciendo su capacidad de consumo y de ahorro
Si se analizan con detalle las distintas figuras tributarias se ve con mayor claridad la situación en el Principado. En el IRPF un contribuyente soltero sin hijos, menor de 65 años y con unos ingresos anuales de entre 20.000 y 30.000 euros, paga la cuota más alta de España si vive en Cataluña y la más baja si lo hiciera en alguna de las tres comunidades forales. En otras palabras, la fiscalidad sobre la renta existente en Cataluña castiga a las clases medias, a la inmensa mayoría de la población, reduciendo su capacidad de consumo y de ahorro.
Al mismo tiempo el tipo marginal del IRPF se sitúa en el 52 por 100, una tributación confiscatoria. Con una cierta ironía podría decirse que la justicia distributiva catalana es salomónica, no discrimina entre niveles de renta: castiga a todos.
Por lo que se refiere a la fiscalidad patrimonial, cuya racionalidad económica es inexistente, con su impacto recaudatorio bajo y sus efectos sobre la acumulación de capital muy dañinos, Cataluña es la segunda/tercera autonomía de España con una mayor tributación junto a Extremadura.
Los ciudadanos y las empresas catalanas son víctimas de la voracidad recaudatoria de sus políticos y es a ellos, a nadie más que a ellos, a quienes deben exigir responsabilidades por una pésima gestión de los recursos
En materia de sucesiones y donaciones, la bonificación máxima se sitúa en el 50 por 100 a partir de 400.000 euros, frente a Andalucía, Cantabria y Galicia que mantienen exenciones del 100% y, en Madrid, entre el 95 y el 99 por 100. Podrían ampliarse los ejemplos, pero no parece necesario.
En este contexto, se alzan voces y propuestas en pro de la armonización fiscal. Se apunta hacia la competencia desleal que otras autonomías realizan en vez de preguntarse por algo prioritario y esencial: ¿los impuestos existentes en Cataluña son los adecuados para generar bienestar y prosperidad? La respuesta es negativa.
Los ciudadanos y las empresas catalanas son víctimas de la voracidad recaudatoria de sus políticos y es a ellos, a nadie más que a ellos, a quienes deben exigir responsabilidades por una pésima gestión de los recursos. Además, resulta inconsistente con la exigencia de más autonomía e, incluso de independencia, una de cuyas bases es la soberanía tributaria.
Por todo ello, la supresión de la competencia fiscal no solo alimenta la ineficiencia, sino que su utilización con la finalidad de redistribuir la renta y la riqueza entre las autonomías tiene efectos muy negativos a largo plazo.
Freno al progreso eficiente
Las políticas redistributivas desincentivan a los individuos y a las empresas a realizar los ajustes que de otra manera se verían obligados a acometer, al impedirles desplazarse hacia los lugares en los cuales su productividad es más alta. Al mismo tiempo eliminan cualquier incentivo de los gobiernos autonómicos a sufrir las consecuencias de sus malas políticas y a enmendarlas. Y es que cuanto más ineficientes son y peores resultados obtienen, más transferencias reciben.
Por eso, la imposibilidad de usar la política impositiva para estimular el trabajo, el ahorro y la inversión, así como para atraer capital y trabajo, tiene una mayor incidencia sobre las autonomías menos desarrolladas. Las priva de un instrumento básico para converger en términos reales con las regiones más ricas.
El debate sobre la fiscalidad autonómica muestra la imperiosa necesidad de reformar su financiación y de avanzar hacia un modelo de federalismo fiscal competitivo que promueva la responsabilidad financiera de las comunidades autónomas e impulse la creación de riqueza y de empleo. Esta es la demanda que debería hacer Cataluña para recuperar su carácter de motor económico de las Españas.