“El hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor que sólo osaría defenderse si se le atacara, sino por el contrario, es un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad.” Sigmund Freud
Comenzó el 2018 y junto con él llegaron nuevos títulos a la pantalla de Netflix. Este es el caso de “The Stanford prison experiment” una película del 2015, dirigida por Kyle Patrick Alvarez (“C.O.G”, “13 reasons why”) y protagonizada por Billy Crudup (“Big fish”). El film relata los hechos ocurridos durante el experimento desarrollado en la facultad de psicología de Stanford en el año 1971.
Dicho suceso real ya había sido llevado a la pantalla en dos ocasiones anteriores: en 2001 la película alemana “Das experiment” basó su trama en el libro “The Black Box” de Mario Giordano, cuya inspiración fue el famoso experimento de Stanford. Luego en 2010 la película “The experiment” dirigida por Paul Scheuring (creador de “Prison break”) y protagonizada por el famoso Adrien Brody (“The pianist”) plasmó nuevamente aquel acontecimiento.
Si bien “The Stanford prison experiment” relata los mismos hechos que las dos películas recién mencionadas, lo que la diferencia de éstas es que cuenta la historia de una forma mucho más verídica, mostrando al pie de la letra los procedimientos y detalles, además de dividir la perspectiva en dos: por un lado la visión de los participantes y por el otro, la del profesor y psicólogo Philip Zimbardo quien fue el creador y responsable de la investigación.
El experimento
El objetivo era analizar los efectos de las cárceles en el comportamiento humano para así entender los conflictos producidos en las mismas. Partiendo de la hipótesis de que dichos enfrentamientos se generaban por la adopción y puesta en práctica de ciertos roles estipulados exclusivamente dentro de las prisiones. Bajo esta premisa se seleccionaron 24 participantes de sexo masculino, todos ellos estudiantes universitarios y a través de una entrevista se aseguró su estabilidad emocional. Fueron divididos en dos grupos: guardias y prisioneros, con el fin de cumplir dicho rol durante dos semanas, pero el experimento no se llevó a cabo dentro de una verdadera cárcel –como el Dr Zimbardo pretendía inicialmente– si no que se acondicionó un piso dentro de la facultad de Stanford, colocando cámaras en los pasillos y utilizando las oficinas como celdas.
La película relata cómo fueron sucediendo los hechos, mediante los cuales se comprobó la hipótesis que los profesionales tenían: al comienzo –y cuando nos referimos al comienzo hablamos sólo del primer día– la “cárcel” estuvo en calma, pero sólo bastaron 24 horas más para que la violencia se convirtiera en absoluta, los roles fueron asumidos de manera tal que al segundo día ya se habían registrado abusos de poder por parte de los guardias y la organización de un motín por parte de los prisioneros.
¿Por qué ese grado de violencia?
Lo primero que podríamos hacer es apoyarnos en la frase de Sigmund Freud citada al inicio: el ser humano en su esencia es agresivo y no sólo responde de ésta manera frente a una provocación o maltrato previo, sino que la violencia es constitutiva. Y los responsables del experimento lo sabían –recordemos que se desarrolló en la facultad de psicología– y la prueba de este conocimiento está en la hipótesis misma que planteaban: los conflictos dentro de las cárceles eran producto de los roles y no exclusivamente de un perfil emocional o psicológico.
Lo más maravilloso de ésto –hablando estrictamente de lo científico sin reparar en lo repudiable de la violencia– es que efectivamente se comprueba que el rol es el responsable, ya que la división de los participantes entre “guardias y prisioneros” estuvo sujeto a un solo criterio: “cara o seca”. No tuvo que ver con aspectos vistos en las entrevistas que les sugirieran a los profesionales que un joven era más apto para desarrollar un papel antes que otro, fue simplemente azar. Y curiosamente como se muestra en la película –al igual que lo sucedido en la realidad– cuando al comienzo se les preguntó a los postulantes qué papel preferían interpretar, la gran mayoría respondió “prisionero” aduciendo no creer tener el carácter para ser guardia (aún aquellos que luego lo fueron y abusaron de su poder). Recordemos un dato que no es menor: el experimento se desarrolló en 1971 una época donde la relación entre los jóvenes que en su mayoría eran considerados “hippies” y la fuerza policial era difícil.
Refuerzos emocionales
Si los roles fueron los responsables, hubo detalles que fortalecieron a los mismos, convirtiéndolos en esenciales para el posterior desarrollo y desencadenamiento del experimento; se trata de una serie de refuerzos visuales –que impactan en lo psicológico– y otros estrictamente emocionales, por ejemplo: los prisioneros una vez elegidos por el azar, fueron detenidos por policías reales en sus propias residencias, se los acusó de delitos, se los esposó y trasladó en verdaderos patrulleros. La idea era clara: si los jóvenes se dirigían ellos mismos a la facultad, no sólo tendrían una noción mucho más nítida de que no se trataba de una cárcel real, sino que además dispondrían de su libertad hasta unos minutos antes y renunciarían a ella de manera consciente y voluntaria, en cambio, al ser tomados por sorpresa la conmoción generada sería mucho más auténtica.
En el caso de los guardias, se les recordó reiteradas veces que ellos eran los encargados de mantener el funcionamiento y orden del establecimiento. Y si el otorgamiento de ese poder no era suficiente, se le sumaba el hecho de que se manejaban por turnos: tenían el beneficio de entrar ir salir de la “cárcel”, ubicándolos en una posición simbólica de superioridad con respecto a los prisioneros.
Refuerzo visual e identificatorio
A los guardias se les proporcionó uniformes y bastones policiales –lo que ya de por sí es símbolo de poder– además de utilizar lentes de sol espejados con los cuales se generaba un efecto de distancia, los prisioneros no podían hacer contacto visual con los guardias, como si se tratara de una barrera para la empatía. Por otro lado, en el caso de los prisioneros, el refuerzo visual fue mucho más drástico: unas medias en sus cabezas simulaban los clásicos cortes de pelo, llevaban unas cadenas alrededor de uno de sus tobillos y vestían trajes que se asemejaban a vestidos. La película toma palabras dichas por el mismísimo Dr. Zimbardo en donde explica que estas vestimentas –junto con muchos otros aspectos– fueron elegidos con el fin de exponer y vivenciar la pérdida de libertad tanto literal como simbólica, se trataba de un proceso de deshumanización.
Los roles como causa: ¿Por qué?
Al igual que como se muestra en el film, en internet están a nuestra disposición algunas declaraciones hechas por aquellos jóvenes una vez finalizado el experimento, en estos testimonios todos dicen no saber que eran capaces de llegar a tal extremo o comportarse de esa forma. Entonces: ¿Qué los llevó a vivenciar tan intensamente aquella simulación?
Para empezar, aquellos refuerzos que enumeramos y que impactan tanto en lo visual como en lo emocional, además tienen otra función: suplen algo que a cada uno de los participantes, tanto prisioneros como guardias se les quitó a la hora de iniciar el experimento: la identidad.
Aquella deshumanización que mencionamos a propósito de las vestimentas fue el foco central de la investigación, los participantes debían sentir el rol que estaban interpretando, sólo así se iba a poder llegar al objetivo de analizar el efecto real de las cárceles en el compartimiento humano. Debían olvidar que en realidad eran estudiantes universitarios en un experimento, debían dejar de ser para poder ser: a los policías se les otorgó un rango y debían ser llamados de esa forma y a los prisioneros se les designó un número que se convirtió en su nombre de pila dentro de aquellas paredes.
Dejar de ser para poder ser, pero siempre siendo alguien
Lo que nos mantiene como personas son nuestras identidades, nuestros nombres, los lugares que frecuentamos, cómo nos vestimos, las personas que nos rodean, lo que somos: inconscientemente lo que nos sostiene es el ser. Cuando uno se ve despojado de todo esto y más aún cuando sucede de manera inmediata, surge la necesidad de aferrarse a cualquier cosa que garantice la existencia.
En esa escena se muestra de manera extraordinaria la aparición de la culpa real de un personaje ficticio: el joven ahí no sólo se asume como prisionero sino que siente la responsabilidad de ser uno bueno y le atormenta que le atribuyan algo que no cometió. Le dijeron que él ahí era el “nº 819”, entonces lo es y debe ser un buen prisionero, porque esa es su identidad allí dentro, porque necesita ser algo, alguien… lo que sea.
“819 hizo algo malo” repiten todos los prisioneros a coro… “No lo hice, creen que soy un mal prisionero” dice el acusado mientras llora
Una prueba de esta necesidad de ser es el mecanismo que utilizó el Dr. Zimbardo para calmar al joven durante la crisis, para tranquilizar al “mal prisionero”: lo que hace es recordarle que no está en una cárcel, que ni siquiera es un prisionero sino que simplemente es un pasillo acondicionado. De esta manera, cuando la identidad que lo mantuvo “existiendo” durante esos seis días se comienza a debilitar y por lo tanto tambalea el ser completo, el psicólogo le devuelve algo a lo que aferrarse, le devuelve a través de las palabras una imagen a la cual sujetarse, que no es ni más ni menos que su identidad real, lo que era fuera del experimento y que dejó de ser gracias a ese efectivo –aunque poco ético– proceso de deshumanización.
La película es tan precisa que hasta llegamos a sentir que somos espías dentro del experimento real, un experimento que ha generado mucha controversia y sigue siendo motivo de debate y estudio hasta hoy en día. Son varios los aspectos objetables, sobre todo en materia de moral y ética por parte de los profesionales a cargo, pero aun así no deja de ser un reflejo del ser humano con su individualidad y como parte de un grupo al que –como es característico– necesita identificarse y pertenecer.
“The Stanford prison experiment”, esta joyita que ya está disponible en Netflix, gracias una dirección impecable, una fotografía modesta y actuaciones más que correctas nos propone jugar desde el sillón de nuestras casas a ser testigos en el presente de un caso del pasado, nos invita a filosofar y cuestionar lo sustancial de la existencia, así como también nos convoca como psicólogos y espectadores de la conducta humana dentro de ese gran laboratorio, que en 1971 encontró lugar en un pasillo de una universidad y que hoy conocemos como “La prisión de Stanford”.
Enfoque psicológico del Experimento de la Prisión de Stanford de Philip Zimbardo
El lema del experimento de la cárcel de Stanford ideado por el psicólogo Philip Zimbardo podría ser el siguiente: ¿Te consideras una buena persona? Es una pregunta simple, pero responderla exige pensar un poco. Si crees que eres un ser humano como muchas otras personas, probablemente pienses también que no te caracterizas por estar incumpliendo normas las veinticuatro horas del día.
Con nuestras virtudes y con nuestros defectos, la mayoría de nosotros parecemos conservar cierto equilibrio ético al entrar en contacto con el resto de la humanidad. En parte gracias a este cumplimiento de las normas de convivencia, hemos conseguido crear entornos relativamente estables en los que todos podemos convivir relativamente bien.
Philip Zimbardo, el psicólogo que desafió a la bondad humana
Quizás porque nuestra civilización ofrece un maco de estabilidad, también es fácil leer el comportamiento ético de los demás como si fuese algo muy predecible: cuando nos referimos a la moralidad de las personas, resulta difícil no resultar muy categórico. Creemos en la existencia de personas buenas y personas malas, y las que no son ni muy buenas ni muy malas (aquí probablemente entre la imagen que tenemos de nosotros mismos) se definen por tender automáticamente hacia la moderación, el punto en el que ni uno sale muy perjudicado ni se perjudica gravemente al resto. Etiquetarnos a nosotros mismos y a los demás es cómodo, fácil de entender y, además, nos permite diferenciarnos del resto.
Sin embargo, hoy sabemos que el contexto tiene un papel importante a la hora de orientar moralmente nuestra conducta hacia los demás: para comprobarlo sólo hay que romper el cascarón de la “normalidad” en el que hemos edificado nuestros usos y costumbres. Una de las muestras más claras de este principio la encontramos en esta famosa investigación, conducida por Philip Zimbardo en 1971 dentro del sótano de su facultad. Lo que allí ocurrió se conoce como el experimento de la cárcel de Stanford, un controvertido estudio cuya fama está parcialmente basada en los nefastos resultados que tuvo para todos sus participantes.
La cárcel de Stanford
Philip Zimbardo diseñó un experimento para ver de qué manera personas que no habían tenido relación con el entorno carcelario se adaptaban a una situación de vulnerabilidad frente a otros. Para ello, 24 hombres jóvenes sanos y de clase media fueron reclutados como participantes a cambio de una paga.
La experiencia se desarrollaría en uno de los sótanos de la Stanford University, que había sido acondicionado para parecerse a una cárcel. Los voluntarios fueron asignados a dos grupos por sorteo: los guardias, que ostentarían el poder, y los prisioneros, que tendrían que permanecer recluidos en el sótano mientras durase el periodo de experimentación, es decir, durante varios días. Como quería simularse una prisión de la manera más realista posible, los reclusos pasaron por algo parecido a un proceso de detención, identificación y encarcelamiento, y el vestuario de todos los voluntarios incluía elementos de anonimato: uniformes y gafas oscuras en el caso de los guardias, y trajes de recluso con números bordados para el resto de participantes.
De esta manera se introducía un elemento de despersonalización en el experimento: los voluntarios no eran personas específicas con identidad única, sino que formalmente pasaban a ser simples carceleros o presos.
Lo subjetivo
Desde un punto de vista racional, claro, todas estas medidas estéticas no importaban. Seguía siendo estrictamente cierto que entre los guardias y los reclusos no existían diferencias relevantes de estatura y constitución, y todos ellos estaban sujetos por igual al marco legal. Además, los guardias tenían prohibido hacer daño a los reclusos y su función se reducía a controlar su comportamiento, hacer que se sintieran incómodos, desprovistos de su privacidad y sujetos al comportamiento errático de sus vigilantes. En definitiva, todo se basaba en lo subjetivo, aquello que es difícil de ser descrito con palabras pero que igualmente afecta a nuestro comportamiento y a nuestra toma de decisiones.
¿Serían suficientes estos cambios para modificar significativamente el comportamiento moral de los participantes?
Primer día en la cárcel: calma aparente
Al final del primer día nada hacía pensar que fuera a ocurrir nada destacable. Tanto los reclusos como los guardias se sentían desplazados del papel que se suponía que tenían que cumplir, de alguna forma rechazaban los roles que se les habían asignado. Sin embargo, al poco tiempo empezaron las complicaciones. Durante el segundo día, los guardias ya habían empezado a ver cómo se difuminaba la línea que separaba su propia identidad y del rol que debían cumplir.
Los presos, en su condición de personas en desventaja, tardaron un poco más en aceptar su papel, y en el segundo día estalló una rebelión: colocaron sus camas contra la puerta para evitar que entrasen los guardias a quitarles los colchones. Estos, como fuerzas de represión, utilizaron el gas de los extintores para terminar con esta pequeña revolución. A partir de ese momento, todos los voluntarios del experimento dejaron de ser simples estudiantes para pasar a ser otra cosa.
Segundo día: los guardias se vuelven violentos
Lo que sucedió durante el segundo día desencadenó todo tipo de comportamientos sádicos por parte de los guardias. El estallido de la rebelión supuso el primer síntoma de que la relación entre guardias y reclusos se había vuelto totalmente asimétrica: los guardias se sabían con el poder de dominar al resto y actuaban en consecuencia, y los reclusos correspondieron a sus captores llegando a reconocer de manera implícita su situación de inferioridad tal y como lo haría un preso que se sabe encerrado entre cuatro paredes. Se generó así una dinámica de dominio y sumisión basada únicamente en la ficción de la “cárcel de Stanford”.
Objetivamente, en el experimento sólo había una habitación, una serie de voluntarios y un equipo de observadores y ninguna de las personas involucradas estaba en una situación más desventajosa que las demás ante el poder judicial de verdad y ante los policías formados y equipados para serlo. Sin embargo, la cárcel imaginaria se fue abriendo camino poco a poco hasta brotar en el mundo de lo real.
Las vejaciones se convierten en el pan de cada día
Llegado un punto, las vejaciones sufridas por los reclusos pasaron a ser totalmente reales, como también era real la sensación de superioridad de los falsos guardias y el rol de carcelero adoptado por Philip Zimbardo, que tuvo que desprenderse del disfraz de investigador y hacer de la oficina que tenía asignada su dormitorio, para estar cerca de la fuente de problemas que él tenía que gestionar. Se negaba la comida a ciertos reclusos, se les obligaba a permanecer desnudos o a ponerse en ridículo y no se les permitía dormir bien. Del mismo modo, los empujones, las zancadillas y los zarandeos eran frecuentes.
La ficción de la cárcel de Stanford ganó tanto poder que, durante muchos días, ni los voluntarios ni los investigadores fueron capaces de reconocer que el experimento debía detenerse. Todos asumían que lo que ocurría era, en cierto modo, natural. Al sexto día, la situación estaba tan fuera de control que un equipo de investigación notablemente conmocionado tuvo que ponerle fin de manera abrupta.
Consecuencias del juego de roles
La huella psicológica que dejó esta experiencia es muy importante. Supuso una experiencia traumática para gran parte de los voluntarios, y muchos de ellos encuentran complicado aún hoy explicar su comportamiento durante esos días: es difícil hacer compatibles la imagen del guardia o el recluso que se fue durante el experimento de la cárcel de Stanford y una autoimagen positiva.
Para Philip Zimbardo también supuso un desafío emocional. El efecto espectador hizo que durante muchos días los observadores externos aceptaran lo que estaba pasando a su alrededor y que, de alguna forma, lo consintieran. La transformación en torturadores y delincuentes por parte de un grupo de jóvenes “normales” se había producido de manera tan natural que nadie había reparado en el aspecto moral de la situación, a pesar de que los problemas se presentaron prácticamente de golpe.
La información relativa a este caso también fue un shock para la sociedad estadounidense. Primero, porque esta especie de simulacro aludía directamente a la propia arquitectura del sistema penal, uno de los fundamentos de la vida en sociedad de ese país. Pero más importante aún es lo que nos dice este experimento acerca de la naturaleza humana. Mientras duró, la cárcel de Stanford fue un lugar en el que cualquier representante de la clase media occidental podía entrar y corromperse. Unos cambios superficiales en el marco de relaciones y ciertas dosis de despersonalización y anonimato fueron capaces de derribar el modelo de convivencia que impregna todos los ámbitos de nuestra vida como seres civilizados.
De entre los escombros de lo que antes había sido la etiqueta y la costumbre no surgieron seres humanos capaces de generar por ellos mismos un marco de relaciones igualmente válido y sano, sino personas que interpretaban normas extrañas y ambiguas de manera sádica.
El autómata razonable visto por Philip Zimbardo
Resulta reconfortante pensar que la mentira, la crueldad y el robo existen sólo en “malas personas”, gente a la que etiquetamos de esta manera para crear una distinción moral entre ellos y el resto de la humanidad. Sin embargo, esta creencia tiene sus puntos débiles. A nadie le resultan desconocidas las historias acerca de personas honradas que terminan corrompiéndose al poco tiempo de llegar a una posición de poder. También abundan las caracterizaciones de “antihéroes” en series, libros y películas, personas de moralidad ambigua que precisamente por su complejidad resultan realistas y, por qué no decirlo, más interesantes y cercanas a nosotros: compárese Walter White con Gandalf el Blanco.
Además, ante ejemplos de mala práctica o corrupción es frecuente oír opiniones del estilo “tú habrías hecho lo mismo estando en su lugar”. Esta última es una afirmación sin fundamento, pero refleja un aspecto interesante de las normas morales: su aplicación depende del contexto. La maldad no es algo atribuible en exclusiva a una serie de personas de naturaleza mezquina sino que viene explicada en gran parte por el contexto que percibimos. Cada persona tiene el potencial para ser un ángel o un demonio.
«El sueño de la razón produce monstruos»
Decía el pintor Francisco de Goya que el sueño de la razón produce monstruos. Sin embargo, durante el experimento de Stanford surgieron monstruos mediante la aplicación de medidas razonables: la ejecución de un experimento utilizando una serie de voluntarios.
Además, los voluntarios se ciñeron tan bien a las instrucciones dadas que muchos de ellos se lamentan aún hoy de su participación en el estudio. El gran defecto de la investigación de Philip Zimbardo no fue debido a errores técnicos, pues todas las medidas de despersonalización y escenificación de una cárcel se demostraron eficaces y todos parecieron seguir las normas en un principio. Su fallo fue que partía de la sobrevaloración de la razón humana a la hora de decidir de manera autónoma lo que es correcto y lo que no en cualquier contexto.
A partir de esta sencilla prueba exploratoria, Zimbardo mostró de manera involuntaria que nuestra relación con la moralidad incluye ciertas cuotas de incertidumbre, y esto no es algo que seamos capaces de gestionar bien siempre. Es nuestra vertiente más subjetiva y emocional la que cae en las trampas de la despersonalización y el sadismo, pero también es la única vía a la hora de detectar estas trampas y conectar emocionalmente con el prójimo. Como seres sociales y empáticos, debemos ir más allá de la razón a la hora de decidir qué normas son aplicables a cada situación y de qué manera tienen que ser interpretadas.
El experimento de la cárcel de Stanford de Philip Zimbardo nos enseña que es cuando renunciamos a la posibilidad de cuestionar los mandatos cuando nos convertimos en dictadores o esclavos voluntarios.
Página web dedicada al experimento de la prisión de Stanford de Zimbardo: prisonexp.org
Vídeos de Philip Zimbardo relacionados
- Cómo la gente se convierte en monstruos o héroes
- El heroísmo de cada día
- Por qué los adolescentes son atraídos por el mal
- El experimento de Milgram explicado por Zimbardo
Zimbardo entrevistado por Punset en REDES: La pendiente resbaladiza de la maldad
The Lucifer Effect – Philip Zimbardo