A los políticos no parece importarles la nefasta calidad de la legislación tributaria y la merma de confianza que provoca en el contribuyente.
He insistido en varias ocasiones sobre la grave situación de inseguridad jurídica que existe en el ámbito tributario y en la creciente conflictividad que de ella se deriva. Inseguridad que se agrava por la tardanza de los tribunales en resolver los conflictos.
No es posible, por ejemplo, que después de 23 años esté aún sin resolver la problemática de la retribución de los administradores. No es posible, tampoco, que no se haya dictado todavía ninguna resolución interpretativa con relación a la fiscalidad en el IRPF e IVA del teletrabajo. Cuesta entender que aún no se haya cerrado la brecha que el Tribunal Constitucional abrió hace tiempo con la plusvalía municipal. Cuesta aceptar que no exista una cultura del diálogo
Lo normal sería que en aquellos casos en los que la discrepancia es tan solo interpretativa, se opte por solucionarla conjuntamente y a futuro. Me refiero, por ejemplo, a la problemática del IVA con las subvenciones al I+D, o la cultura, o con las transferencias para financiar el transporte público o las televisiones autonómicas. Me refiero, también, a la polémica que en su día suscitó la tributación del IVA en las monturas de gafas.
Pero el problema no finaliza ahí. Existen multitud de incoherencias legislativas que, como no tienen importancia mediática, nadie resuelve. Por ejemplo, el porcentaje de retención aplicable a los administradores de las pymes; la injusta tributación de los artistas; el trato desigual de las dietas en el IRPF, cuando quien las percibe es una persona con relación laboral o mercantil; la tributación en IRPF de los vehículos utilizados por los comerciales, cuando no se ha acreditado que su uso mixto es consecuencia de un pacto retributivo; las dificultades que se exigen para considerar como gasto deducible la retribución del familiar colaborador de un autónomo; el trato desigual en el IRPF del socio que obtiene ingresos por su trabajo, en función de que lo sea de una sociedad profesional o no; el trato desigual, en la interpretación del concepto de actividad económica de arrendamiento de inmuebles, en función de que se trate de una persona física o jurídica, y un largo etcétera.
Tampoco parecen preocupar los dañinos efectos que determinadas decisiones de la AEAT tienen en los operadores económicos, por ejemplo, la regularización por discrepancia interpretativa de los tipos de IVA.
También llama la atención que pasen desapercibidas muchas de las sentencias del Tribunal Supremo en resolución de recursos de casación, y de las que, algunas, merecerían adoptar medidas urgentes.
Por ejemplo, la reciente sentencia de 8 de febrero de 2021 que, después de muchos años, considera deducibles los intereses de demora, o la sentencia de 21 de septiembre de 2020, que considera exenta, en los términos previstos en la ley del IRPF, la renta anual pactada consecuencia de prejubilaciones, en al ámbito de un despido colectivo.
Pasa igualmente desapercibida la reprimenda del Supremo a la AEAT por actuaciones que no respetan nuestro ordenamiento tributario, por ejemplo, la sentencia de 2 de julio de 2020, en la que literalmente se afirma que “las instituciones no han sido creadas por el legislador de manera gratuita y, desde luego, no han sido puestas a disposición de los servidores públicos de manera libre o discrecional, sino solo en la medida en que se cumplan los requisitos establecidos en cada una de ellas. No son, en definitiva, intercambiables”.
Y también pasa desapercibida la ignorancia de la AEAT, de los tribunales económico-administrativos y de los tribunales de justicia, del art. 13 de la LGT, con relación al principio de irrelevancia fiscal de los vicios de licitud de los actos, hechos y negocios. Vaya, que la retribución de los administradores es deducible al margen de lo que los estatutos prevean. O dicho más claro. La obligación de la Administración no es la de juzgar la legalidad de los hechos, actos, y/o negocios, sino la de liquidar hechos imponibles de acuerdo con la realidad económica subyacente a los mismos.
Tampoco sorprende la conflictividad asociada al uso de conceptos jurídicos indeterminados, por ejemplo, el de motivos económicos válidos, o el de gastos por actuaciones contrarias al ordenamiento, sin olvidar la asociada al concepto de arrendamiento de inmuebles como actividad económica.
Se olvida igualmente la contravención del principio de capacidad económica de algunos preceptos como el que limita la cuantía deducible en el IS por la extinción de la relación laboral.
Y auguro un nuevo conflicto: el derivado del recorte de créditos fiscales, esto es, de bases imponibles negativas y otros créditos en favor del contribuyente.
En definitiva, todo un terreno abonado a la conflictividad e inseguridad que merma la confianza y que no parece importar nada a los políticos ni a la ministra o ministro de turno. Importan, eso sí, los grandes titulares: los paraísos fiscales, el fraude fiscal, la elusión internacional, y un largo etcétera de mantras que el ciudadano interioriza. Pero nada importa la nefasta calidad legislativa y sus consecuencias. Nada importa que, aunque se cumpla, siempre haya inseguridad. Y sí. Se hacen cosas bien. Muchas. Pero el detalle, que es lo que importa, a nadie le parece importar. Vivimos pues del conflicto.