En agosto de 1971, hace medio siglo, el presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, decretó el fin de los cambios fijos de divisas, el llamado patrón-oro nacido de aquellos acuerdos de Bretton Woods.
En el hotel de una pequeña localidad de New Hampshire llamada Bretton Woods (Estados Unidos), los representantes de 44 naciones se reunieron a finales de 1944 para sentar las bases del “nuevo orden mundial”. Eran los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial y, en medio de las ruinas y las deflacciones, ya se sabía quién iba a ganar y quién iba a perder. Tomó la palabra lord Keynes, el economista más respetado de la época. Propuso lanzar un organismo llamado International Clearing Union.
Esta institución daría soporte a una moneda llamada “bancor”, la cual, a su vez, se asentaría sobre las divisas más fuertes del planeta: cada país podría cambiar su moneda por “bancores”. El desafío para las naciones consistiría en mantener equilibrio fiscal. Si sus déficits fiscales se excedían, pagarían una multa. La ventaja de este sistema era que se podría alcanzar justicia económica mundial porque los países más saneados financiarían a los más pobres. Así se recuperaría de demanda mundial, la cual era necesaria después de la guerra más devastadora que vieron los siglos. Keynes se adelantó sin saberlo al diseño de la futura Unión Europea y del euro.
El problema de Keynes es que estaba en el lado equivocado del Atlántico. Su país, Gran Bretaña, debía una suma gigantesca de dinero a Estados Unidos. Los norteamericanos habían enviado material y hombres para ganar la guerra, habían dado créditos, y no estaba dispuestos, encima, a que los pobres británicos gobernasen en el nuevo orden. Carl Bernstein, del departamento del Tesoro de EEUU, le presentó unos documentos sobre cómo sería ese nuevo orden.Keynes los leyó y reaccionó con palabras de desprecio: eran “intolerables”.
El plan de Bernstein consistía en establecer al dólar como moneda de referencia mundial. Estaría sustentado por su equivalente en oro: una onza de este metal precioso (del que EEUU acumulaba las mayores reservas del planeta), se canjearía por 35 dólares.Todas las monedas planetarias tendrían un cambio respecto al dólar (no más de un 1% arriba o abajo). Como si estuvieran en el templo del dios Baal, las divisas del mundo se arrodillarían ante el billete verde. Así se demostraría quién mandaba en el mundo.
Dos instituciones de reciente creación llamadas FMI y el Banco Mundial asumirían el papel de distribuir las ayudas e impulsar el comercio y la reconstrucción de los terrícolas. Estados Unidos pondría más dinero que nadie para dotar de fondos a estas instituciones. Pero, claro, sería el país más influyente y nombraría a los cargos relevantes como quien nombra virreyes.
Cuando todo se torció
El sistema funcionó bastante bien durante décadas. Estados Unidos fue el banquero del mundo. Envió ayudas ingentes llamadas Plan Marshall a Europa, con las cuales los europeos compraban productos americanos y así Washington recuperaba la inversión y se hacía más poderoso. El mundo occidental también se recuperó y vivió una era de paz y crecimiento.
Pero a principios de los años setenta las cosas se torcieron. El gobierno de los Estados Unidos descubrió que había muchos más dólares en el mercado que oro en sus fortalezas. Solo dos de cada diez dólares tenían respaldo en el metal precioso. La razón era que los gobiernos norteamericanos se habían dedicado a emitir deuda en dólares para pagar la Guerra de Vietnam.
Francia, que las vio venir, le pidió a EEUU que le convirtiera sus dólares en oro en la ventanilla. Eso vaciaría Fort Knox. Entonces, en agosto de 1971, hace medio siglo, el presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, decretó el fin de los cambios fijos de divisas, el llamado patrón-oro nacido de aquellos acuerdos de Bretton Woods.
Fue un terremoto sin ruido. Milton Friedman, el economista más famoso de esos años turbulentos, dijo que la era de los cambios fijos había acabado y que Bretton Woods había sido borrado del mapa. Aquello pilló tan desprevenidos a los gobiernos de todo el mundo, incluido el de EEUU, que se le llamó “el shock de Nixon”. Las monedas mundiales comenzaron a flotar libremente de modo que se desató la caza a las divisas.
El papel de Leo Melamed
Ahí fue cuando entró en el escenario un señor llamado Leo Melamed. Era presidente del Chicago Mercantile Exchange, la bolsa de valores de Chicago. Había escuchado las premoniciones de Friedman sobre el fin de los cambios fijos de las divisas, y se le ocurrió crear una bolsa de divisas mundiales. “Yo sabía que no era fácil”, dijo en un libro autobiográfico. Tenía 37 años, “una edad en la que se tiene coraje moral”. Pidió asesoramiento a sus colegas. Uno de ellos hizo unas rápidas simulaciones en una computadora y le dijo: “Leo, te vas a cargar la civilización Occidental”.
A Leo le daba igual. En 1972 fundó el Mercado Monetario Internacional (IMM, o International Monetary Market). “Me preocupaba menos la situación financiera de la civilización Occidental que la integridad del IMM”, dice en sus memorias. El IMM era una bolsa para cruzar apuestas sobre el precio de las divisas: eso determinaría su vez su valor. Para dar lustre al nacimiento de su mercado, Melamed fue a ver a Friedman, quien le elaboró un documento sobre los mecanismos ideales del mercado de divisas. A Melamed le costó 5.000 dólares, y confesaría que fue “la mejor inversión jamás hecha”.
En su primer año, el IMM negoció casi 145.000 contratos. Empezó como un mercado de divisas. Hoy mueve millones de contratos y es el mayor mercado monetario del mundo. El IMM es una de las cuatro patas sobre las que se asienta el Chicago Mercantile Exchange. Sin saberlo, Melamed había dado el pistoletazo de salida a la época de la especulación financiera en gran escala. Con el tiempo, ese mercado se fue abriendo a productos más sofisticados. Hoy día no sólo incluyen divisas sino letras del tesoro, eurodólares, el tiempo meteorológico, el jugo de naranja, los tipos de interés, metales, futuros, opciones y una enorme panoplia de productos derivados.
El premio Nobel de Economía Merton Miller calificó ese mercado de divisas como “la más importante innovación financiera de las últimas décadas”. Los economistas de la Universidad de Chicago daban saltos de alegría porque lo veían como el triunfo de sus ideas. Esta universidad era la fábrica de premios Nobel de Economía y adoraban la libertad absoluta de mercado. Milton Friedman, premio Nobel de Economía, era su dios. Habían declarado la guerra a cualquier regulación. Los mercados debían ser libres como el amor. Los mercados eran más eficientes que los funcionarios del estado. ¿Precios fijos? Ni hablar. Había que apuñalar las tesis de lord Keynes, aquel indigesto economista británico partidario de que el Estado controlase la economía por diversos mecanismos.
El cambio de paradigma
Todo eso tuvo sus consecuencias políticas. Las propuestas de Friedman fueron adoptadas por Ronald Reagan, presidente de los Estados Unidos, y por Margaret Thatcher, primera ministra de Reino Unido. Suprimieron todos los controles sobre el mercado de capitales. Las compañías de seguros y los fondos de pensiones, podían moverse a través de las fronteras como quien viaja en un supersónico. Había llegado la era de los intermediarios financieros los cuales desataron una oleada de operaciones sin parangón. Fue a partir de los ochenta que se popularizaron las compras hostiles de empresas, las fusiones en gran escala, y crecieron los bancos de inversión con departamentos especializados en merger & adquisitions. En la prensa se leían términos nuevos como hostile takeover bids, junk bonds, golden parachute, short selling, white knight…
Fue en aquella época cuando los economistas Fisher Black y Myron Scholes, casualmente de la Universidad de Chicago, inventaron un modelo matemático que se ajustaba a la nueva revolución pues resolvía el viejo problema de la volatilidad de las “opciones”. La “opción” consistía en poner un adelanto para tener el derecho sobre un valor. Si el valor se comportaba en la forma esperada, el comprador ejercía su derecho (comprar o vender). Si el valor dejaba de tener interés, entonces el comprador de la opción se retiraba y sólo perdía su depósito. El problema era que las mismas opciones (que se comerciaban en el mercado de Chicago) tenían una enorme volatilidad.
Para cubrirse de esos vaivenes (hedge) y disminuir el riesgo, estaba el modelo matemático Black-Scholes: se convirtió en la fórmula preferida de los que trabajaban con derivados a escala mundial. Aunque, en realidad, quien hacía todo el trabajo era la computadora, no el ser humano. Cuando sobrevino el misterioso crash de las bolsas mundiales de 1987, gran parte de la culpa recayó en la red mundial de ordenadores que había entrado en una vorágine de ventas al interpretar erróneamente algunos datos.
El modelo de precios de las opciones de Black-Scholes fue parte de una revolución que transformó los mercados financieros: “Pasaron de plazas de toros a convertirse en poderosas fábricas de cálculo cuantitativo”, afirmaba un artículo de The Economist de 2008. Con ese modelo se podía ganar mucho dinero en poco tiempo. Pero también perder cantidades ingentes en pocas horas, y Scholes lo sufriría en sus propias carnes cuando se pilló los dedos con el hedge fund llamado Long Term Capital Management (LTCM) a finales de los noventa. Quebró. Pero todavía le esperaba a la humanidad el Gran Batacazo.
Esas innovaciones revolucionarias del pasado fueron la causa de que en 2008 colapsaran los mercados financieros. Millones de inversores de todo el mundo se vieron absorbidos por un torbellino de deuda y productos financieros que vendían y revendían esa deuda con nombres glamurosos, hasta que al final todo el castillo de naipes se vino abajo y arrastró a las economías más poderosas. De hecho, en 2008 The Economist dijo: “Los complejos productos derivados de hoy son descendientes directos de aquel comercio de divisas”, refiriéndose a Melamed y a 1972. Los CDS (credit default swaps), las operaciones de short selling, las hipotecas basura (subprime), los valores apoyados en hipotecas (mortage backed securities) y otros productos extremadamente complejos fueron sus nietos. Eran tan complejos que los bancos centrales no los entendían; no sabían cómo regularlos.
Y así fue que el viejo patrón oro, hecho para crear un sistema monetario estable y traer la paz financiera al mundo, desapareció hace 50 años dando paso a la era de la especulación planetaria desenfrenada. Las finanzas ganaron en rapidez. Pero su sofisticación condenó a la humanidad a padecer cada cierto tiempo una crisis financiera que no sabía prever y que ni siquiera entendía.