El 85 por ciento de la población española tiene un dispositivo móvil “inteligente”. Entre la juventud el porcentaje es casi del cien por cien, porque ya están habituados al control y la vigilancia.
Hasta hace muy poco tiempo la población era reacia a constituirse en un objeto de la atención de terceros a los que no conocía. Hoy a casi todos les gusta exhibirse en público. La observación ajena es la norma y no la excepción. Las posibilidades de escapar del control son cada vez más pequeñas porque la vigilancia alcanza a lugares que antes eran de acceso imposible.
El pasaporte sanitario ha barrido con uno de esos escasos lugares que -hasta ahora- era imposible alcanzar: los historiales médicos. Lo mismo que el permiso de residencia o cualquier otro salvoconducto, el pasaporte sanitario es excluyente: sin él no puedes subir a un autobús o ir al teatro.
Quien establece los que pueden subir a un autobús o ir el teatro es el Estado. Por lo tanto, quien controla a los que viajan en autobús o van al teatro es el Estado. Los modernos Estados capitalistas tratan a sus nacionales como a los extranjeros. A cada paso el grifo se abre y se cierra. Un servidor comprueba automáticamente que el registro está en regla, que el certificado ha sido expedido por la autoridad competente, que no ha caducado, identifica al titular, si se ha vacunado, si tiene antecedentes penales, si ha pagado sus impuestos…
Cualquiera ejerce de policía, es decir, que todos se han convertido en policías. Les basta con tener un lector de códigos para saberlo todo sobre una persona. Los movimientos se siguen exhaustivamente, se comprueban una y otra vez: dónde ha estado, con quién, cuánto tiempo, con quién ha hablado…
A comienzos de los noventa comenzó el despliegue de cámaras de videovigilancia en los lugares clave de las ciudades, que luego se extendieron a las carreteras. El control era limitado. Solo se podían observar determinados puntos en determinados momentos. La policía no podía permanecer detrás de cada cámara las 24 horas del día. La identificación de una persona en una grabación tampoco era nada sencilla.
La policía establecía controles de carreteras o se situaba en ciertos lugares críticos para exigir la documentación, comprobar si había una orden de busca y captura o si el permiso de residencia estaba vigente. El control separaba a unos de otros y la discriminación suponía exclusión. Hacía falta un pasaporte, un visado, un permiso de residencia para estar y otro de trabajo para trabajar.
Una montaña de papeles abre y cierra las puertas. Sin papeles no te puedes casar, no puedes votar, no puedes conducir, no te puedes matricular, no puedes tener un arma de fuego ni abrir una cuenta corriente… Te pueden echar del trabajo, e incluso te pueden echar al otro lado de la frontera como si fueras un perro callejero.
Hasta ahora el Estado burgués solo había podido imponer el control sobre los extranjeros por la complejidad de la maquinaria burocrática. La informática les ha permitido ir un paso más allá y con la pandemia han dado ese salto: un control total e instantáneo. El pasaporte sanitario traduce en represión los avances técnicos que eliminan las viejas barreras y permiten que el control se extienda a toda la población, a una gran variedad de lugares y actividades.
Los códigos de barras y los QR consiguen que la escritura y lectura de la información sean instantáneos. Como el cifrado permite, además, asegurar la integridad y autenticidad de dicha información, el Estado ha adoptado la técnica como propia, logrando resultados impensables hace solo unos pocos años. En particular, permite a miles de personas que no son funcionarios públicos controlar a toda la población en numerosos lugares públicos, con un coste cero para el Estado, ya que la mayor parte de la infraestructura (los móviles) ya ha sido financiada de forma privada por los encargados del control o por las víctimas del mismo.
En consecuencia, el Estado burgués dispone de los medios materiales para regular el espacio público de manera casi completa. El reforzamiento de la dominación del Estado lleva varios años en marcha y su objetivo es transformar las ciudades regulando el espacio público y las personas que se mueven en él con el despliegue de las nuevas técnicas.
Los drones mejoran a las cámaras de videovigilancia porque alcanzan cualquier lugar. El reconocimiento facial logra la identificación casi automática de las personas filmadas en los espacios públicos. No es necesario sentar a un policía detrás de cada cámara y de cada grabación.
La vigilancia del espacio público ni siquiera requiere un control de identidad. Cuando una grabación detecta que alguien hace un pintada en un muro o coloca una pancarta en puente, lo importante no siempre es el autor, sino también el lugar en el que se realiza.
Del mismo modo, originariamente el pasaporte sanitario se diseñó para funcionar sin el nombre del portador y eso mismo es lo que algunas empresas proponen. En otras palabras, lo que le importa al Estado es excluir a determinadas personas, sin que importe nada su nombre. Hay que excluir de la sociedad a quien no se vacune lo mismo que a quien hace una pintada. Finalmente, hay que lograr que las personas que no se someten a las normas, se autoexcluyan.
La adopción masiva del pasaporte sanitario forma parte, pues, de una batalla cultural para acostumbrar a la población a someterse al control y la vigilancia. El hábito facilita al Estado la dominación del espacio público. Lo importante no es tener el documento guardado en el móvil, sino la costumbre de exhibirlo, del mismo modo que lo importante de las mascarillas no es prevenir la circulación del virus, sino acostumbrar a las personas a someterse a cualquier orden, por absurda que sea.
Hasta hoy los “expertos” de las ONG solo calificaban a los parias como “personas en riesgo de exclusión social”. De ahora en adelante la “exclusión social” se va a ampliar considerablemente con nuevos parias que, además de mendigos, incluirá a otra categoría social: los reacios y desobedientes.