Los partidos conservadores —como los socialdemócratas— crecen cuando la polarización política es mínima. Casado debería saberlo. Yerra con su política de tierra quemada.
El economista José Luis Feito escribió en medio de la anterior crisis un lúcido opúsculo (Causas y remedios de las crisis económicas) en el que describe uno de los combates intelectuales más apasionantes del siglo XX. Se refería al librado entre Hayek y Keynes. Feito, poco sospechoso de ideas keynesianas, reconoce que lo ganó el economista británico por su mayor capacidad analítica para explicar los acontecimientos de los años 30.
El opúsculo lo editó Faes, la fundación del expresidente Aznar, y Feito rescata la figura de los ‘liquidacionistas’, quienes en plena Gran Depresión eran partidarios de dejar quebrar a los bancos para que se cumpliera una vieja máxima ejemplarizante: “quien la hace la paga”. Más de 5.000 entidades fueron a la bancarrota.
El banquero Andrew Mellon, secretario del Tesoro de Hoover, fue su adalid. Y Feito, echando mano de la historia, rescata en su trabajo la figura de un obispo francés del siglo XIII que mandó quemar a los herejes cátaros del castillo de Montsegur. Ante tamaño castigo, alguien observó al prelado que quizá algún hereje se arrepentiría, a lo que el obispo respondió: “quemadlos a todos, que dios ya distinguirá a las almas buenas de las malas”.
Pablo Casado no ha arrojado a la hoguera a ninguno de sus adversarios políticos, pero su política de tierra quemada es la peor de las estrategias —para España, no para su partido— en un contexto como el actual, que exige olfato y cintura política, además de un aparato de partido capaz de entender el tiempo que le ha tocado vivir y no una mera caja de resonancia.
No es, desde luego, el único caso. Los partidos, también el socialista de Pedro Sánchez o el Podemos en el que reina Iglesias, son hoy simples maquinarias electorales sin musculatura ideológica. Juegan más con las emociones, que son más útiles para ganar elecciones, que con el pensamiento. Solo por eso, se rodean de mercaderes de las ideas que hurgan en el razonamiento lineal y no en encontrar respuestas complejas, que es lo que necesita el siglo XXI.
En el caos, sin embargo, siempre ganan los malos. El pueblo, como decían los viejos constitucionalistas, y siempre que previamente haya sido polarizado, suele preferir soluciones fáciles y rápidas antes que respuestas inteligentes y complejas, y ese escenario es el que menos favorece a los partidos tradicionales. Al fin y al cabo, como decía Dionisio Ridruejo*, en España siempre se ha votado contra alguien.
En carne propia
La socialdemocracia lo sabe bien. Conoce en carne propia lo que ocurrió cuando desde principios de los años 80 se vio superada por nuevas realidades sociales debido a que el ecosistema en el que había crecido —una clase obrera que se beneficiaba del Estado de bienestar— había comenzado a desmoronarse y su discurso, en paralelo, se había ido alejando de la realidad empapado por un cierto síndrome de Estocolmo.
Socialdemócratas y conservadores son herederos, no hay que olvidarlo, de una misma realidad política nacida justo ahora hace 75 años, cuando las grandes potencias se vieron obligadas a crear un nuevo orden global tras los desastres de una guerra que arrasó con las instituciones que funcionaban antes de 1945.
Lo entendió bien la Alemania de Adenauer, que tras la guerra tenía por delante no solo un proyecto de reconstrucción nacional en el plano económico, y ahí el plan Marshall fue determinante, sino que, al mismo tiempo, debería dotarse de un patrón de crecimiento propio. Se eligió, como se sabe, continuar con el modelo productivo de los tiempos de Bismarck, basado en la formación de los trabajadores en las fábricas, pero también en la extensión de los sistemas de protección social. Precisamente, para evitar que la ideas socialistas y anarquistas, entonces incipientes, no radicalizaran a la sociedad.
El resultado fue que después de 1945 los estados de bienestar comenzaron a ensancharse en los países que disfrutaban de democracias liberales. Igualmente, en aras de evitar la influencia de los partidos satélites de la Unión Soviética.
El ordoliberalismo de Ludwig Erhard es, probablemente, el modelo que mejor representó la adaptación de los partidos conservadores de origen democristiano a la nueva realidad política, mientras que en la socialdemocracia el abandono del marxismo tras el congreso de Bad Godesberg inauguró un nuevo tiempo para una parte muy relevante de la izquierda.
A eso se le ha llamado el contrato social, que no es otra cosa que un pacto estratégico para canalizar el necesario conflicto social, que históricamente ha tendido a radicalizarse en situaciones excepcionales, y que lejos de ser un problema es un síntoma de que las sociedades están vivas. La paz de los cementerios, como se sabe, no es una buena cosa en política.
La reconstrucción de un país asolado por una pandemia es, en este sentido, una de esas situaciones excepcionales que se presentan pocas veces en la vida. Paradójicamente, y en el caso español, porque es una oportunidad para repensar qué papel jugará el país en el nuevo orden mundial poscovid. O para reflexionar sobre la enorme exposición de España a los servicios de bajo valor añadido en detrimento de la industria. O para sacar conclusiones sobre la eficiencia del Estado autonómico. O para reinventar la parte de la arquitectura institucional que se ha quedado obsoleta.
El compromiso histórico
Enrico Berlinguer, en los años de plomo de los 70, lo llamó compromiso histórico, pero su muerte y el asesinato de Aldo Moro liquidaron ese proyecto político. ¿El resultado? Italia es desde hace 40 años el país que menos ha crecido de Europa y en el que la clase política heredera de De Gasperi o del propio Berlinguer ha sido superada por nuevas formaciones populistas que han arrasado a los viejos partidos, incapaces de leer el tiempo que les había tocado vivir.
Ya hay pocas dudas de que la pandemia supondrá un punto de inflexión en el orden internacional. Por un lado, acelerando tendencias, la desglobalización, y, por otro, precipitando nuevas dinámicas, como es el uso intensivo de las nuevas tecnologías vinculadas al mundo del trabajo. También la relocalización de muchas fábricas que huyeron a Asia en busca de menores costes, y que ahora pueden beneficiarse de los avances tecnológicos.Tendencias que han estado fraguándose en los últimos años, y que ahora asaltan la realidad cotidiana. Pero que también tendrán efectos muy notables sobre el sistema político. Las grandes transformaciones siempre han tenido un impacto directo sobre la representación política. No son neutrales.
No está claro qué papel jugará España. Y es probable que nunca se sepa, porque en un clima político irrespirable en medio de una pandemia los partidos, y Casado ha podido caer en esa trampa, siguen obsesionados en aparecer ante sus respectivos electorados como el tarro de las esencias. Haciendo buena esa estúpida idea de que negociar es perder. Justo lo contrario de lo que, con buen criterio, han hecho sindicatos y empresarios firmando un acuerdo que, al menos, despeja durante un tiempo el futuro laboral de millones de trabajadores.
A eso se le ha llamado históricamente pragmatismo, que es fruto del coraje que da el sentido de la responsabilidad. Y que no es no otra cosa que una identificación rigurosa de los objetivos políticos, descartando los pensamientos absolutos, la farfolla, la falsa ideología y el ruido innecesario. Solo por eso, Churchill sigue siendo un referente de los conservadores británicos, como Adenauer o la propia Merkel lo son para la derecha alemana.
Comportamiento tribal
Ningún gran líder utilizaría una crisis global —una guerra o una pandemia— para movilizar a los suyos, como hace Trump, sino que lo haría para extraer lo mejor de la sociedad. Churchill, nunca hay que olvidarlo, perdió las elecciones después de ganar la guerra. Y no pactar hoy —Sánchez e Iglesias deberían aparcar, igualmente, su sempiterno sectarismo— es lo más parecido a un comportamiento tribal en medio de una tragedia y de la peor crisis económica en casi un siglo.
Es muy conocido que el citado Erhard, el padre del milagro económico alemán, que era un conservador irredento, supo combinar libertad económica (por ejemplo, en el control de precios) con planificación estratégica, diseñando grandes grupos industriales y, al mismo tiempo, una fuerte presencia del Estado de la economía, lo que le llevó a aprobar una reforma monetaria que contó con la oposición de todos.
Él mismo lo relata en la entrevista que le hizo Günter Grass. Y lo hizo, incluso con el rechazo de los aliados que gobernaban la Alemania posterior a 1945, salvo la del general Clay. Precisamente el hombre fuerte de Eisenhower en Europa, algo que explica que Alemania multiplicara por tres su PIB en apenas 15 años. Erhard, que posteriormente fue canciller, presumía de que nunca hizo una promesa en campaña electoral. Ese era su patriotismo.
*Dionisio Ridruejo, ‘Escrito en España’, Centro de Estudios Constitucionales.