Teresa, Ramón y Gerardo -nombres ficticios de comerciantes reales- se ven obligados a ocultar su identidad para abrir sus negocios a escondidas en época de pandemia, en la que se ha establecido una cuarentena que impide la apertura de la mayoría de tiendas en Venezuela. Pero el hambre puede más que la norma.
La floristería de Teresa, ubicada en el acomodado barrio caraqueño de Chacao, tiene la puerta entreabierta. Por la disimulada entrada, acceden tres empleados volviendo la mirada sobre sus pasos, vigilantes y temerosos a posibles sanciones por desafiar las restricciones de movilización ordenadas por el Gobierno y que cumplen 7 semanas.
“Uno sigue pagando empleados, uno paga aseo, luz, uno sigue pagando los servicios (y) el poco dinero que había quedado en la cuenta de la compañía se fue pagando ese tipo de cosas”, dijo a Efe Teresa, que prefirió ocultar su nombre real y el de su negocio.
No existen cifras oficiales acerca de los comercios que burlan la cuarentena en Venezuela, donde solo se permite, por ahora, la apertura de supermercados y farmacias, y en horarios regulados, pero las necesidades básicas obligan al resto de comerciantes a ingeniárselas para sobrevivir.
Igual que la florista, cientos de propietarios de pequeños negocios parecen temer más a la quiebra económica que al contagio por COVID-19 y a posibles sanciones, por lo que han comenzado a abrir, a medias, las puertas de sus comercios.
“Llega un momento en que uno no aguanta, el comerciante no aguanta (por las pérdidas)”, argumenta Teresa.
Mentiras y riesgos
En la floristería se retomaron las labores hace una semana, cuando el dinero escaseó y no se podían garantizar los salarios de los empleados ni la subsistencia de la empresa, en la que, desde hace años, los vecinos de Chacao compran desde flores hasta pinos, plantas o helechos.
“El primer lunes que nosotros abrimos, teníamos la santamaría (puerta) a la mitad, y llegó la policía porque no teníamos permiso de trabajar. Se les dijo una mentira, que habíamos abierto para fumigar y regar las plantas. El policía se fue y no volvió más”, dijo a Efe la propietaria de la floristería.
Teresa entiende los riesgos para la salud y toma precauciones. Nadie ingresa al local sin guantes o mascarillas. Y al llegar a su casa, se ducha minuciosamente antes de tener contacto con sus hijos.
Pero contra una posible sanción gubernamental, se queda sin defensas ni argumentos. Es consciente de que algo así la llevaría a un drama inevitable.
“Si nos llegaran a sancionar se cerraría el local, y lo poco que se hizo no alcanzará para pagar la multa. Es un riesgo que toma el comerciante”, precisó la florista.
Aupados por los clientes
Cerca de la floristería, tres hombres comparten el espacio de un taller de artículos de línea blanca.
Usan guantes y mascarillas. Desinfectan con alcohol las manos de todos los que se acercan a solicitar presupuestos para reparar hornos microondas o lavadoras.
Ramón, nombre ficticio del hombre que regenta el local, desarma la vieja licuadora de un “cliente fijo”, como llaman en Venezuela a quienes rinden fidelidad a marcas o prestadores de servicios.
“Nosotros estuvimos 40 días cerrados, pero muchos clientes tenían mi teléfono personal y me decían, ¿cuándo vas a abrir? Necesito una cuchilla, una lavadora, porque somos servicio”, explicó a Efe el hombre de 59 años bajo condición de anonimato.
“Debido a esa gran demanda, nosotros decidimos (trabajar) un par de horas en las mañanas para resolver este problema”, agregó antes de aclarar que cree en el método de la cuarentena para evitar con la propagación de contagios.
“Pero hay necesidades”, precisó Ramón.
Estado crítico
En Venezuela, 333 personas se han contagiado del nuevo coronavirus, de las cuales 10 han muerto.
Enfermarse y llevar el virus a casa es una de las principales preocupaciones que ahora tiene, Gerardo, pseudónimo de uno de los socios de una pequeña ferretería de Guatire, una ciudad satélite a 40 minutos de Caracas.
Pero el hombre, igual que los otros comerciantes, teme más la quiebra de su negocio que al virus y abre cada mañana el local, enclavado en una zona que a finales de la década de los años 1990 se construyó para seducir a la clase media caraqueña y aliviar la sobrepoblación de la capital venezolana, aunque ahora la mayoría de sus residentes batalla contra la pobreza.