Una cobertura adecuada de las necesidades sociales de los menores de edad, personas entre 0 y 17 años, es clave para el desarrollo social de un país.
Estas necesidades están estrechamente ligadas tanto al bienestar económico y material como a la salud, el acceso a la vivienda o la educación. Para su análisis se han seleccionado una batería de indicadores de cada dimensión, teniendo en cuenta que la educación se analizó en otro informe anterior centrado en esa dimensión.
Los indicadores que utilizamos ahora miden la incidencia, la intensidad y el grado de cronicidad del riesgo de pobreza de los menores, la cobertura de la necesidad de empleo digno de sus padres y, en general, las condiciones de vida en su familia en cuanto al confort de la vivienda que ocupan y a su salud, es decir, a su estilo de vida y a sus posibilidades para acceder a la asistencia médica que necesitan.
Bienestar económico, material y mercado de trabajo
La información que ofrecen estos indicadores deja pocas dudas sobre los problemas que sufren los niños en España. Las tasas de riesgo de pobreza infantil tanto antes como durante la recesión fueron muy superiores a las del conjunto de la población (Ayala et al., 2006; Ayllón, 2017). Esas tasas ya eran altas antes de la crisis y la Gran Recesión no hizo sino exacerbar esa tendencia. Las diferencias alcanzaron su punto más alto en 2010 y se han reducido desde entonces, pero en la actualidad todavía existe una importante diferencia entre la tasa de riesgo de la población general (21,6%) y la de los menores de edad (28,3%).
En cualquier sociedad desarrollada, los niveles de pobreza y exclusión social de la infancia ilustran las carencias de bienestar de una parte importante de la población: las familias con hijos. La literatura económica y sociológica es muy clara: las carencias vividas en la infancia se convierten en desigualdad de oportunidades en la vida adulta. Los menores que crecen en familias pobres tienen una mayor probabilidad de tener una posición social de desventaja, tanto en lo que se refiere al nivel educativo, la calidad del empleo, el nivel de salud o la situación social en general.
Además, los indicadores sobre pobreza consistente y pobreza crónica apuntan a que, desde 2010, la pobreza monetaria de los menores de edad se combina más a menudo con privación material y a que en los últimos años se está cronificando. En aquel momento el riesgo de padecer simultáneamente pobreza monetaria y privación material era el doble para los niños que para el conjunto de la población y hoy es todavía un 44 por ciento mayor. En 2017 casi 2 de cada 10 menores lleva tres o más años en situación de pobreza, lo que le sucede a poco más de una de cada 10 personas que viven en España. Hay mucha evidencia empírica que concluye que, si la pobreza es intensa y duradera, el entorno familiar se deteriora y los adultos dedican menos tiempo y recursos a los niños, lo que inevitablemente reduce su futuro capital social (Magnuson and Votruba-Drzal, 2009). Así, la pobreza y la exclusión social consistente y persistente que sufran los niños de hoy será uno de los determinantes del progreso de nuestra sociedad a lo largo de las próximas décadas.
La incidencia de la pobreza infantil en un territorio y sus cambios a lo largo del tiempo no es una realidad inevitable, sino el resultado de la compleja interacción entre distintos factores económicos, demográficos y sociales. Entre los varios elementos relacionados con la intervención pública, el diseño y la intensidad protectora de las políticas de transferencias monetarias desempeña un papel esencial, tanto las centradas en las familias como las de carácter general. El drástico aumento del desempleo, especialmente entre los jóvenes en edad de tener hijos, y el crecimiento de la desigualdad de la renta fueron las principales consecuencias sociales del cambio de ciclo económico en España. Si se unen tales problemas a la alta prevalencia del empleo de bajos salarios entre los más jóvenes y la dimensión de las deudas hipotecarias de muchas familias de mediana edad afectadas por el aumento de los precios de la vivienda, no es difícil entender por qué muchas familias españolas, especialmente las que tienen hijos, encuentran serias dificultades para mantener un nivel de vida digno.
Como han subrayado varios análisis especializados, el aumento de la pobreza en España está ligado a las repetidas tasas negativas de crecimiento de su renta que ha venido soportando la mitad más pobre de la población desde el comienzo de la crisis económica. La primera de las razones para este desplome de los ingresos de los hogares más vulnerables tiene que ver con los profundos cambios en la estructura distributiva de las rentas de mercado como consecuencia del potente aumento del desempleo y de la precariedad laboral. La segunda es la ausencia de políticas públicas de mantenimiento de rentas que proporcionen unos niveles mínimos de ingresos cuando el desempleo se manifiesta de forma particularmente intensa.
Los datos disponibles muestran que la incidencia de la pobreza laboral de los hogares con niños es mayor que en otro tipo de hogares. Aproximadamente, dos de cada diez menores viven en hogares que sufren pobreza laboral: a pesar de que hay ocupados en el hogar, su renta disponible es inferior al umbral de pobreza. Eso le sucedía a poco más de dos de cada veinte personas de la población total en 2004 y a tres de cada veinte en 2017. Aunque la pobreza laboral entre los hogares con menores creció con la recesión, la brecha entre la pobreza laboral de los niños y la población general se está reduciendo y hoy es la mitad de lo que era en 2004.
Vivienda
En cuanto a la cobertura relacionada con las necesidades sociales ligadas a la vivienda, una primera necesidad fundamental para el desarrollo de la vida de los niños es que su vivienda sea digna, reuniendo las mínimas condiciones para poder vivir en ella de forma adecuada. Las instalaciones sanitarias básicas de la vivienda, baño o ducha e inodoro, son prácticamente universales en los hogares españoles, constituyendo en lo esencial una necesidad básica cubierta casi por completo. Otros problemas de la vivienda relacionados con deficiencias estructurales o con un mantenimiento inadecuado, como las humedades y las goteras, o la escasez de luz natural, afectan, en cambio, a más gente. En cualquier caso, el retrato que ofrecen estos indicadores para los menores de edad se caracteriza porque las condiciones de la vivienda que ocupan los niños no son peores que las de la población en general. En España, además, estas condiciones han mejorado en la última década, con progresos apreciables en los últimos años.
Como en el caso de las condiciones de la vivienda, no se observa un efecto diferencial en el riesgo de pobreza energética de los menores de edad respecto a la población total, con uno de cada diez menores viviendo en hogares que no pueden permitirse mantener la vivienda caliente durante el invierno.
Salud y hábitos de vida
Para completar el cuadro, otro ámbito relacionado con las necesidades sociales de los niños es el funcionamiento del sistema sanitario, con dos indicadores clave para medir su impacto: la cobertura de la necesidad de asistencia médica, medida por el porcentaje de menores que la recibieron tarde o no la recibieron debido a listas de espera, y el porcentaje de menores pobres cuya asistencia sanitaria supone un gasto sanitario muy alto respecto a la capacidad de pago de su familia. Los resultados indican que la demora en la asistencia es algo menor en los menores de edad que en la población en general, aunque desde 2014 ha habido un aumento generalizado de los casos de demora en la asistencia sanitaria. El porcentaje de menores de familias modestas cuyos hogares tienen gastos sanitarios excesivos respecto a su capacidad económica es mayor que el de la población total. Desde 2006 hasta la actualidad, la incidencia de este problema ha aumentado casi un 50 por ciento en los niños, mucho más de lo que lo ha hecho en la población total.
Respecto a los hábitos de vida, pese a que en los últimos años en la población en general ha disminuido el sedentarismo y ha aumentado el consumo de frutas y verduras, es preocupante que las tendencias en ambos indicadores en los niños sean justo las contrarias, ya que aumenta el sedentarismo y disminuye el consumo de frutas y verduras. Como consecuencia, y aunque aún no es una realidad generalizada, cabría esperar una mayor prevalencia de la obesidad entre los menores, lo que puede convertirse en un serio problema de salud pública en el futuro.
¿Qué ayudas económicas hay en España por hijo a cargo? ¿Y en el resto de Europa?
Dos de las características clave del sistema español de prestaciones e impuestos son el considerable peso redistributivo de las pensiones contributivas y la gran debilidad de las prestaciones condicionadas por renta y, más en particular, las de carácter familiar (Cantó, 2013, 2014). El peso de las políticas familiares en el conjunto de las políticas sociales en España ha sido tradicionalmente muy bajo y a comienzos de este siglo los recursos que se les destinaban no llegaban ni a la mitad de lo que dedicaban otros países de la eurozona.
En todo caso, no sólo es relevante el nivel del gasto en políticas familiares, sino cómo se organiza el sistema de prestaciones y deducciones impositivas. Las políticas familiares de carácter monetario en España consisten, básicamente, en desgravaciones fiscales estatales y autonómicas, las rentas mínimas de las Comunidades Autónomas y algunas prestaciones monetarias por hijo con límite de renta. Los trabajos que han analizado la relevancia económica de las diferentes políticas familiares de carácter monetario en España muestran que la política de mayor peso económico son las desgravaciones por hijo en el impuesto sobre la renta y no, como se podría pensar, las prestaciones monetarias (Cantó y Ayala, 2014). Como consecuencia, y dado que una parte importante de los hogares situados por debajo del umbral de la pobreza están exentos de tributación en el impuesto, estas desgravaciones no contribuyen a reducir la pobreza infantil.
Por el lado de las prestaciones monetarias, el sistema estatal está dominado por las prestaciones contributivas ligadas al embarazo y la maternidad o paternidad y el cuidado de hijos de 0 a 3 años, junto con una prestación no contributiva por hijo a cargo que, más que estar dirigida a reducir la tasa de pobreza infantil, se ocupa de cubrir las necesidades de las familias con hijos con discapacidad.
España se coloca a la cola de las prestaciones por hijo en los países de la UE. La prestación por hijo a cargo tiene un presupuesto de poco más de 240 millones de euros para menores sin discapacidad y la cuantía anual por menor es muy baja (291 euros anuales). Tuvo unos 900.000 beneficiarios en 2017, aproximadamente un 10 por ciento de todos los menores de edad: la reciben familias con niveles de renta extremadamente bajos (aproximadamente 11.600 euros anuales brutos). El resto del sistema de prestaciones familiares está muy fragmentado en distintas políticas de pagos por nacimiento o adopción y otras reguladas desde las Comunidades Autónomas. Estas últimas, aunque experimentaron un cierto auge hasta 2010 y tuvieron cierta relevancia en términos del número de perceptores en Comunidades como Cataluña, Asturias o Cantabria, fueron eliminadas o drásticamente recortadas durante la crisis (Cantó et al., 2014).