En las últimas décadas, China ha experimentado un boom económico que ha revolucionado la configuración del orden mundial. El gran gigante asiático autoproclamado comunista ya no es una economía emergente, sino todo un actor capaz de hacerse oír entre los países capitalistas más poderosos del mundo. No obstante, camuflada entre los secretos de esta diabólica pujanza, la superpotencia inquebrantable también se enfrenta a su talón de Aquiles.
Hoy en día, es frecuente viajar en un autobús y encontrarse con grupos de estudiantes chinos bien arreglados, todos con su atención fija en el iPhone que llevan entre las manos. Dispositivos Apple de última generación, colonias de Chanel, bolsos Gucci y jerséis Ralph Lauren son solo algunos de los artículos de moda preferidos por la diáspora china. Desde hace algunos años, estos artículos de lujo ya forman parte del rango de productos cotidianos que marcan el estatus social que poseen estos ciudadanos.
También parece chocante pensar que algunos de los hombres más ricos del mundo, como Ma Huateng —que ocupa el 17.º puesto— o Jack Ma —puesto 20.º—, provengan precisamente de uno de los países comunistas más grandes del mundo. Con razón se suele decir que los abuelos de los actuales jóvenes chinos ni siquiera se podían imaginar a sus nietos con la mitad de riqueza y bienes de los que disfrutan ahora.
¿Hasta qué punto la sociedad china mantiene los valores y las costumbres tradicionales de su cultura milenaria? ¿Se ha convertido en una sociedad capitalista más al estilo occidental? Para comprender este enorme salto cualitativo y cuantitativo que ha dado el gigante chino, necesitamos retroceder unos años en la máquina del tiempo.
De la falacia a la providencia
Desde las últimas décadas del siglo XVIII, la Revolución Industrial iniciada en Gran Bretaña marcó el pulso de la Historia mundial. El poder de las naciones quedaba determinado por la decisión de subirse al carro de la industrialización. Frente a estas tendencias modernizadoras, China prefirió quedarse en el mismo sitio para aferrarse a sus gloriosas lujurias imperiales del pasado. Pero pronto el gran Imperio chino sería asediado por las potencias occidentales y todo pareció volverse gris para la que había sido la gran potencia asiática desde tiempos inmemoriales.
Es famosa la imagen del hundimiento de los barcos de madera chinos frente a los persistentes ataques de los buques británicos, que dejó en clara evidencia el atraso tecnológico que padecía el Imperio Qing de aquel momento. La posterior firma del Tratado de Nanking en 1842 con el Imperio británico dejó a China en una humillante posición semicolonial y periférica, incapaz de competir con las potencias navales y tecnológicas de la época. En 1911 el Imperio chino agonizaba y finalmente resucitaría en forma de república bajo el liderazgo de Sun Yat-sen, fundador del Kuomintang.
Sin embargo, la república tampoco consiguió devolver el esplendor de antaño a la nación. Poco tiempo después, China comenzaría a sufrir el yugo de una guerra civil protagonizada por los nacionalistas bajo la bandera de Kuomintang y los comunistas liderados por Mao Zedong, quien pasaría hasta el último día de su vida luchando por el sueño de constituir en su país una sociedad igualitaria basada en la vida común y la propiedad colectiva. Su alejamiento de la realidad lo llevó a tomar decisiones idealistas como el Gran Salto Adelante o la Revolución Cultural. Todo esto produjo unas consecuencias tan desastrosas que las esperanzas de toda una población parecieron difuminarse en el incumplimiento de una promesa anhelada. A pesar de todo, la figura de Mao se mantuvo ensalzada como el sol rojo de la nación, inquebrantable en los corazones de los ciudadanos chinos. Prueba de ello es el grandioso retrato del líder revolucionario en Tiananmén, que ha continuado intacto con el paso del tiempo.
Tras un constante ensayo y error, finalmente Deng Xiaoping dio con la fórmula perfecta para la modernización de China, consistente en una simbiosis entre la reforma económica y la apertura al exterior. Deng era muy respetado por los hombres de poder dentro del partido, pero su poder no derivaba de puestos formales —de hecho, nunca llegó a ocupar el cargo de la presidencia de la República Popular—, sino por su sabiduría, experiencia y capacidad de convicción. Deng comenzó a alcanzar su máxima autoridad hacia 1977, a los 73 años. Aunque este hecho pueda parecer extraño desde un punto de vista occidental, esto se explica por las profundas raíces confucianas chinas.
El pensamiento político de Deng se erigió como la base del crecimiento económico exponencial que vivió China en las últimas décadas del siglo XX, un pensamiento que se fue modelando a partir de sus vivencias personales: mientras que Mao nunca viajó al extranjero hasta que llegó al poder, a Deng le marcó profundamente su estancia en Francia y Moscú cuando era joven. Al haber contemplado personalmente cómo funcionaba la economía de mercado en Occidente y su contraste con la economía planificada de Moscú, Deng conocía de primera mano los defectos de los planes quinquenales.
Además, su estudio de la evolución de los tigres asiáticos y el rápido crecimiento económico que experimentaron terminó convenciéndolo de la eficacia de la economía de mercado. Deng visitó Singapur en 1920, cuando todavía era una marchitada colonia británica tan atrasada como los puertos chinos, y luego volvió en 1978, cuando Lee Kuan Yew ya lo había convertido en uno de los países más prósperos del mundo. En general, tanto en los tigres como en el resto de países en el Sudeste Asiático, las diásporas chinas que vivían en ellos eran bastante ricas y prósperas. Era necesario preguntarse por qué los chinos eran ricos en cualquier sitio que se asentaban menos en la República Popular. Y la respuesta parecía obvia: todo apuntaba a que la economía planificada estaba fallando y, por consiguiente, eran necesarias unas fórmulas capitalistas para levantar China.
Si Mao lo que buscaba era un gato rojo dirigido exclusivamente a la lucha de clases —de hecho, reprochaba a sus opositores por “seguir el camino capitalista”—, Deng tenía una visión mucho más pragmática y con sus políticas trataba de superar la utopía igualitaria de Mao. Sabía que, sin desarrollo económico, la población paulatinamente dejaría de creer en el Estado-partido y comenzaría a preguntarse por qué los líderes comunistas no podían resolver cuestiones que el capitalismo sí podía solventar eficazmente.
La cita de Deng sobre los colores del gato es una de las mejores síntesis que representa las últimas cuatro décadas de la República Popular China. Deng sabía que para lograr su objetivo de fortalecer el Estado socialista tenía que vivificar las fuerzas productivas. Apelando a los estímulos materiales como principal móvil económico, se alejaba de la abnegación que propugnaba Mao, personificada en el mítico Lei Feng, un soldado que murió joven dedicando su vida a ayudar a los demás.
Y, así, la estrategia de desarrollo económico de Deng tuvo un éxito radical. Entre 1981 y 2001 más de 400 millones de personas salieron de la pobreza en China. En la actualidad, el presidente Xi Jinping se ha comprometido a erradicar la pobreza en el país para el año 2020. Sin embargo, este grandioso compromiso, tan calado en el espíritu colectivo, peca de algunas lagunas e imperfecciones. En este sentido, una de las preocupaciones más alarmantes desde las zonas rurales de China es el funcionamiento del sistema dibao. Aunque este constituya un subsidio que ha ayudado económicamente a las familias más pobres, ha fomentado, paradójicamente, una mayor discriminación social hacia los beneficiarios de esta ayuda.
El rostro de la modernidad
China está desarrollando el país en su conjunto a gran escala, pero también está emergiendo un daño colateral que preocupa diariamente a las autoridades centrales: ¿cómo gestionar la enorme brecha —que parece ser directamente proporcional al grado de crecimiento económico del país— entre los más ricos y los que todavía siguen siendo pobres? En la actualidad, la velocidad estrepitosa del ascenso chino abruma tanto que casi olvidamos los 30,46 millones de pobres que siguen existiendo en el país.
La clave que explica el trasfondo de este contratiempo que azota a China es la poca integración existente entre las diferentes regiones que conforman el país. Basta con mencionar que el PIB de las diez provincias más ricas representó más de la mitad del PIB total de China en 2015, donde las cuatro primeras de la clasificación son costeras. Si bien desde 2009 se observa en general una reducción en la diferencia de rentas entre las zonas rurales y urbanas, la desigualdad entre ricos y pobres sigue siendo un gran desafío, que puede tener consecuencias negativas sobre el crecimiento económico sostenido que buscan los dirigentes del país.
Otro corolario vinculado con las ansias de alcanzar un desarrollo económico pleno y una considerable elevación del nivel de vida en China es el demoledor envejecimiento demográfico que está experimentando la población en estos últimos tiempos. Aunque la limitación de los nacimientos mediante la política del hijo único haya contribuido a alcanzar el sueño chino, ya se comienzan a sentir los primeros efectos secundarios de las medidas implementadas.
Hasta hoy, la desaceleración demográfica que ha experimentado el país gracias a la implementación de esta política ha traído inmensos beneficios para consolidar la pujanza de esta gran potencia, pero a su vez ha originado un cambio estructural que se manifiesta en un envejecimiento excesivamente rápido de la población, lo cual constituye una verdadera pesadilla para la economía china.
La razón es que esto significa una mayor carga financiera para el Estado y la sociedad, que asumirán el doble de gastos en pensiones y sanidad, acompañado por una reducción considerable de la recaudación fiscal. Al ser China un país con unos valores fuertemente confucianos, el respeto y el cuidado de los mayores constituyen una de las bases fundamentales para mantener la armonía social.
Existe una costumbre en China por la cual los hijos tienen que honrar a sus padres y ofrecerles asistencia en agradecimiento de todo lo que recibieron cuando eran pequeños. Por ello, no resulta extraña la existencia de una tradición de cohabitación de varias generaciones bajo un mismo techo, que durante mucho tiempo ha supuesto la única vía posible para hacerse cargo de las personas de tercera edad. Si bien existe toda una ley que obliga a los hijos a cuidar de sus padres mayores, esta tradición parece cada vez menos sostenible a largo plazo.
Con la pirámide poblacional invertida, consecuencia de una baja tasa de natalidad y una creciente esperanza de vida, así como los modos de vida urbanos, con unos pisos cada vez más caros y escasos, la carga de los hijos únicos se vuelve bastante abrumadora. ¿Cómo puede un joven chino —más aún si es hijo único— cubrir la subsistencia de sus dos padres jubilados, o cuatro si sumamos también sus suegros? Por ello, el Gobierno chino está intentando diseñar un sistema de protección social generalizado, pero sigue siendo todo un desafío, sobre todo en el campo.
De la mano del envejecimiento demográfico de grandes magnitudes va un creciente desequilibrio de género. Es ahora cuando el país comienza a experimentar un fuerte déficit de mujeres dada la inexorable preferencia de las familias por tener hijos varones para perpetuar su linaje; las hijas, una vez que se casan, pasan directamente a formar parte de la familia de su marido. Esta es la razón por la que muchas madres abortaban si sabían que iban a tener una hija o, si nacían, podían morir prematuramente de inanición por falta de asistencia. Como consecuencia de esta conducta social, hoy en día China se ha convertido en uno de los países del mundo con la mayor población de hombres: en 2016 había 100 mujeres por aproximadamente cada 105 hombres . Esto traducido a una escala poblacional significa que hay cada año de uno a 1,5 millones de chinos que no podrían casarse por falta de esposa.
Siguiendo las tradiciones, las familias de las mujeres que se casan reciben un dinero a cambio por parte de la familia de su futuro marido. Bajo la lógica de este juego, cada vez son más las mujeres chinas que se aprovechan de su situación de ventaja —en otras palabras, de su escasez frente a los hombres— para buscar maridos cada vez más ricos y poderosos. Esto engendra y exagera de nuevo la profunda desigualdad del país: los hombres que tienen menos posibilidades de casarse y fundar una familia son aquellos que viven en las zonas más pobres. La desesperación de algunos hombres —en China, el hecho de casarse sigue siendo un símbolo de estabilidad y madurez, fundamental para ser bien valorado socialmente— ha hecho que muchos de ellos traten de importar esposas desde países vecinos como Vietnam.
En el futuro próximo, parece que la única solución posible para ralentizar el envejecimiento y la masculinización de la población consiste poner en marcha un conjunto de cambios estructurales que fomenten la igualdad de facto entre hombres y mujeres, así como minimizar la vigencia de las ancestrales costumbres de comprar esposas. Mientras tanto, el Gobierno ya ha puesto fin a la política del hijo único, con lo que ha reactivado la natalidad del país, pero esta opción también tiene sus trabas: con la modernización de la sociedad china, las pretensiones de finalizar estudios superiores y la presencia de la mujer en el mercado laboral, las tasas de fecundidad se mantienen bajas por mucho que el Gobierno las intente estimular.
Nos encontramos, por tanto, ante una sociedad paradójica. Por una parte, se trata de una población que está experimentando problemas propios de los emporios modernos. Por otra, las raíces de estas contrariedades residen en valores tradicionales que perviven en China, como la subsistencia de principios patriarcales, barreras inquebrantables entre personas con diferentes condiciones sociales y el mantenimiento del orden social por encima de todo.
China avanza hacia delante sin dudar ni un ápice, pero tampoco deja atrás los valores y principios de su cultura milenaria, con todo lo que ello implica. Las Analectas de Confucio siguen resonando en las mentes de los chinos hasta tal punto que se han puesto de moda otra vez los métodos de aprendizaje basados en la repetición memorística de poemas clásicos por niños y jóvenes en los colegios e institutos. En la actualidad, esta pasión por recuperar los vestigios milenarios también ha llegado a los adultos, que acuden cada vez con más frecuencia a cursos y seminarios de “estudios nacionales”.
China sabe hacia dónde va, pero sin perder nunca de vista de dónde viene. A pesar de ser tan destacada a nivel mundial por haber sabido patentar la inteligente receta de sintonizar las bases de su sabiduría milenaria con un avance económico sin precedentes, queda todavía por aventurar qué tipo de medidas pondrán sobre la mesa para resolver los inevitables problemas derivados de la modernidad.