Que un virus cambie el curso de la historia no es nuevo, como tampoco lo es que afecte a un presidente de Estados Unidos. El positivo por coronavirus de Donald Trump tiene un precedente nada tranquilizador: en abril de 1919, en plena tercera ola de la mal llamada gripe española, el entonces presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, se contagió de la enfermedad justo en el momento crucial de la conferencia de paz de París en la que los aliados fijaron las reparaciones que Alemania debía pagar tras su derrota en la Gran Guerra. El acuerdo daría lugar al Tratado de Versalles, que acabaría allanando el camino hacia la Segunda Guerra mundial.
Aquella pandemia de gripe causó en todo el mundo entre 20 y 50 millones de muertes en tres oleadas entre 1918 y 1919 (un cuarto de millón en España). Sin embargo, Wilson, de la misma manera que Trump, le restó importancia, y, a pesar del sufrimiento que la enfermedad causó en Estados Unidos, con más de 600.000 fallecidos, nunca se refirió a ella en una intervención pública. Como si la historia del actual presidente fuera un calco de la de Wilson, los historiadores acusan a este último de lo mismo que a Trump, esto es, una alarmante falta de liderazgo.
Wilson contrajo la enfermedad en plena negociación del tratado de Versalles
El foco de Wilson estaba puesto exclusivamente en el esfuerzo del país en la guerra que los aliados ganaron en noviembre de 1918. El historiador John Barry, autor de The Great Influenza (La gran gripe), señalaba recientemente que en esos tiempos reaccionaba de forma furibunda frente a cualquier tema que no fuera el militar, y que, “de una manera muy similar a Trump, no toleraba las críticas ni de amigos ni enemigos”.
Pero igual que el actual presidente, Wilson se topó de bruces con el virus. Tras la rendición alemana, los países aliados se reunieron en París en la primavera de 1919 para acordar qué condiciones deberían cumplir los perdedores y qué reparaciones deberían aportar. Las posiciones variaban entre la dureza de los franceses, que habían sufrido en su propio territorio cuatro años de guerra con una enorme destrucción y pérdida de vidas humanas. En el otro lado, Estados Unidos prefería un trato más suave para Alemania y las potencias centrales.
Los debates entre las delegaciones fueron tensas y los cronistas hablan de acaloradas discusiones entre el primer ministro de Francia, Georges Clemenceau y Wilson. Pero, a primeros de abril el presidente de Estados Unidos cayó enfermo. “¿Conoce usted a su médico? Tal vez podría sobornarlo”, cuentan que bromeó el político francés con su homólogo británico Lloyd George.
El presidente quedó en cama inmovilizado por la enfermedad en el momento más importante de unas negociaciones en que se iba a definir el orden mundial de la posguerra. En realidad, Wilson solo se ausentó unos días de la mesa de negociación, porque días más tarde ya se había recuperado, pero no era el mismo de antes de la enfermedad. Laura Spinney, autora de El jinete pálido (Crítica), explicaba a La Vanguardia hace unos meses que en algunos pacientes de aquella gripe se producían trastornos neurológicos en forma de pequeños ictus, que podrían haberle afectado.
Por los testimonios que se conservan, Spinney cree que Wilson pudo ser víctima de ellos, lo que habría conducido a una súbita debilidad en la mesa de negociaciones. La tesis de Spinney incide además en nuevos hábitos y costumbres. Un artículo de The New Yorker explica que el presidente se obsesionó con “detalles curiosos”, que tenía una fijación en la decoración del edificio en que residía en París en esos días y que estaba convencido de que vivía rodeado de espías franceses. “Una cosa es cierta: nunca volvió a ser el mismo tras la enfermedad”, aseguró tiempo después Irwin Usher, el jefe de ujieres de la Casa Blanca.
Durante la segunda semana de abril, un Wilson agotado se reincoporó a las conversaciones, pero con una posición negociadora distinta que ofrecía una resistencia mucho menor a las reclamaciones francesas y británicas. Mejor dicho, una resistencia nula. De la noche a la mañana Estados Unidos había cedido y Clemenceau y Lloyd se encontraron con el mejor tratado posible para sus intereses.
El acuerdo especificaba que Alemania debía realizar diversas cesiones territoriales y reducir su drásticamente su fuerza militar. Además, tenía que pagar con enormes sumas de dinero (31.500 millones de dólares de la época), materias primas y producción industrial en concepto de reparación por los daños causados durante el conflicto del que se hacía responsable en exclusiva a las potencias centrales. Solo unas semanas atrás, Wilson había argumentado frente al ala dura de los aliados que unas imposiciones tan severas podrían tener un efecto contraproducente.
En realidad, existe un amplio consenso de que en parte así fue. La opinión pública alemana recibió el tratado de Versalles como una humillación y su entrada en vigor contribuyó al ascenso del nazismo, a pesar de que existe controversia sobre el peso real de ese acuerdo en los acontecimientos de las décadas siguientes. En cualquier caso, la salvaje crisis de los años 20 agravada después por el efecto del crack de 1929, aupó a la extrema derecha y, a la postre, llevaron a una nueva guerra.
No sería, a juicio de algunos historiadores, la única ocasión en que la enfermedad de un presidente de Estados Unidos habría debilitado su posición política en una negociación de gran trascendencia. Aunque existe controversia al respecto, algunos autores señalan que la avanzada enfermedad de Franklin D. Roosevelt en la conferencia de Yalta en febrero de 1945 habría allanado el camino para las ambiciones de Stalin en el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Roosevelt, falleció dos meses después.
Laura Spinney recuerda, respecto a los daños neuronales causados por la gripe, que Wilson sufrió un accidente cerebral seis meses después de tener la enfermedad, justo en el momento en que tenía que defender en el Congreso estadounidense los acuerdos y la entrada del país en la Sociedad de Naciones, lo que finalmente no se produjo. El ataque dejó a Wilson incapacitado. Moriría en 1924 y no llegaría a ver el desastre de las décadas siguientes.
En el año 2010, Alemania pagó los últimos intereses de las reparaciones de la Gran Guerra.