El riesgo es que todo ese dinero termine dirigiéndose a zombificar la economía y a impulsar nuevos sectores enteramente dependientes de las transferencias estatales.
El Gobierno ha anunciado simultáneamente que la economía se contraerá este año un 11,2% (bastante más de lo inicialmente previsto y aun así por encima de los pronósticos de la mayoría de analistas) y que el techo de gasto se incrementa en un 54% para 2021, hasta los 196.097 millones de euros (lo cual no significa que el gasto público vaya a elevarse en ese importe con respecto a 2020, porque en 2020 hemos superado de manera muy considerable el techo de gasto previsto en un comienzo). En cierto modo, lo segundo tiende a considerarse la receta para lo primero: si la actividad se paraliza, debemos aumentar el gasto para recuperarnos con rapidez. Pero mucho me temo que esta relación no es ni mucho menos tan sencilla, y menos en una crisis como esta, por tres razones.
Primero, la actual crisis económica no deriva de una contracción más o menos generalizada del gasto privado que pueda ser contrarrestada por un fuerte aumento del gasto público. Al contrario, ahora mismo nos enfrentamos a dos problemas que son difícilmente solventables simplemente elevando la demanda agregada: un ‘shock’ de oferta (derivado de la reducción sanitaria del número de horas trabajadas) y un ‘shock’ de demanda concentrado en aquellos sectores de consumo social (aquellos donde el riesgo de contagio es más elevado). Si los trabajadores no pueden trabajar (porque están enfermos, porque están de baja, porque sus hijos están contagiados, porque se ha clausurado su centro de trabajo…), aumentar el gasto no contribuirá a relanzar la oferta dentro de ese sector; asimismo, si los ciudadanos declinan consumir determinados bienes o servicios para evitar infectarse, aumentar el gasto público tampoco reanimará la actividad en esos sectores. Lo anterior no significa que el gasto público sea completamente inútil —puede contribuir a minimizar efectos contractivos de segunda ronda o a sostener las renta de aquellos que se han quedado sin ocupación, aparte de a combatir la pandemia o a modificar nuestra especialización productiva—, pero sí significa que no habrá recuperación sostenida hasta que no solventemos el problema de fondo —olas recurrentes de una pandemia descontrolada— o hasta que modifiquemos lo suficiente nuestra estructura productiva como para volverla resiliente a la pandemia.
Segundo, la elevación del techo de gasto dice ambicionar precisamente los cuatro objetivos anteriores —evitar contracciones de segunda ronda, sostener rentas, ampliar la capacidad sanitaria y transformar la economía—, sobre todo por cuanto viene suplementado por los fondos europeos. Sin embargo, gastar más no equivale a gastar bien, y justamente el reto al que se van a enfrentar las administraciones públicas españolas durante los próximos años será cómo canalizar 140.000 millones de euros hacia inversiones generadoras de valor. El riesgo, claro, es que todo ese dinero —o, al menos, gran parte de él— termine dirigiéndose a mantener vivas empresas zombi que deberían reestructurarse y a impulsar nuevos sectores enteramente dependientes de las transferencias estatales pero sin ninguna capacidad para autosostenerse. En este sentido, los antecedentes de grandes inversiones tuteladas por el sector público en España (¿burbuja de las renovables entre 2004 y 2012?, ¿sobreinversión en líneas AVE?, ¿extensión de los ERTE ‘sine die’?) no invitan precisamente al optimismo. Máxime cuando ahora deberemos gastar mucho y en muy poco tiempo: ¿de verdad vamos a ser capaces de absorber esa riada de miles de millones?
Y tercero, a pesar de que algunos (como Echenique) pretendan vendernos que esta elevación del techo de gasto supone la muerte definitiva de las políticas de austeridad, nada más lejos de la realidad. Recordemos que estamos recibiendo 140.000 millones de euros desde Europa bajo la condición de que, cuando el entorno macroeconómico lo permita, volvamos a cuadrar las cuentas y empecemos a reducir nuestro sobreendeudamiento. La propia Moncloa lo reconoce con abierta sinceridad: “La suspensión de las reglas fiscales es una medida extraordinaria y en ningún caso supone la desaparición de la responsabilidad fiscal. El Gobierno seguirá avanzando hacia una senda descendente del déficit público que comenzará de forma significativa a partir del próximo año”. Por consiguiente, después de varios años de disparar el endeudamiento público —que superará el 120% del PIB en 2020—, necesitaremos de al menos dos décadas de austeridad para reequilibrar nuestra sostenibilidad financiera. Y para lograrlo, será fundamental que antes hayamos incrementado nuestra fortaleza económica: algo que la borrachera de gasto público en medio de una pandemia que somos incapaces de controlar no parece garantizar por sí solo.
En definitiva, en lugar de reconfortarnos pensando que multiplicando el gasto público todo va a solucionarse, deberíamos ocuparnos en minimizar el despilfarro de ese gasto público y preocuparnos por la amenaza que supondrá el endeudamiento público que está contribuyendo a generar.