La mayoría de los políticos españoles no ha trabajado nunca en el sector privado. Muchos llegan a puestos de relevancia ascendiendo simplemente dentro del partido o aprovechando los privilegios que tienen los funcionarios para dedicarse a esta actividad.
La clase política española no se caracteriza, precisamente, por su elevado nivel de formación, tal y como pone de manifiesto la extendida práctica de hinchar los currículum mediante títulos falsos o inventados, ni por el desarrollo de una amplia y brillante trayectoria profesional al margen de la actividad pública, sino todo lo contrario. La mayoría de políticos hace carrera dentro del partido, escalando, poco a poco, posiciones hasta alcanzar el deseado cargo electo, sin más mérito que el de granjearse el apoyo de la cúpula, o bien proceden de la Administración, de modo que su experiencia laboral en el ámbito privado es más bien escasa, cuando no nula. Por desgracia, este fenómeno no es nuevo, ya que se remonta tiempo atrás, pero el hecho de que se haya enquistado conlleva una serie de problemas cuyos efectos acaba pagando el conjunto de la población, de una u otra forma.
Los datos son elocuentes a este respecto. Tan solo el 36% de los diputados del Congreso ha trabajado alguna vez en la empresa privada y este pobre resultado apenas varía si se extiende al Consejo de Ministros, dado que el porcentaje de funcionarios en el Gobierno de Mariano Rajoy ronda el 70%. Esta situación apenas ha cambiado en las últimas décadas, puesto que en los primeros años de la democracia, bajo el mandato de la UCD, su peso superaba el 80% y nunca ha bajado del 48% que, excepcionalmente, llegó a alcanzar en la era Aznar.
La razones que explican esta abrumadora preeminencia de empleados públicos y meros militantes de partido en la élite política son, básicamente, dos. En primer lugar, los privilegios que poseen los funcionarios para dedicarse a esta actividad, a diferencia de lo que sucede con el resto de trabajadores del sector privado. En muchos otros países desarrollados, especialmente anglosajones y nórdicos, existen numerosas trabas e incompatibilidades que impiden a los funcionarios dar el salto a la política, pero en España, lejos de dificultar ese tránsito, se facilita e incluso se premia. El artículo 87 del Estatuto Básico del Empleado Público les otorga una excedencia de carácter indefinido en caso de que sean elegidos para desempeñar cargos políticos, pudiendo así reincorporarse a su antiguo puesto en cualquier momento, en la misma localidad y con las condiciones y retribuciones que correspondan en función de su categoría o carrera consolidada.
Pero es que, además, muchos de los funcionarios acogidos a esa situación de “servicios especiales” tienen derecho a recibir un complemento salarial una vez que se reincorporen a su plaza, de modo que gozarán del máximo nivel retributivo sin los requisitos de antigüedad ni la superación de los procesos de promoción interna que se exigen para el resto de empleados públicos. Es decir, los funcionarios metidos a políticos no solo conservan intacto su puesto de trabajo en la Administración al gozar de una excedencia indefinida -cosa que no sucede en caso de que decidan irse a la empresa privada-, sino que son recompensados por ello mediante aumentos salariales.
Estas prebendas constituyen un clamoroso conflicto de intereses. Curiosamente, la ley establece algunos límites para evitar que los políticos trabajen en empresas o actividades que hayan sido objeto de supervisión o competencia en el desempeño de su cargo público, pero a nadie le escandaliza que los funcionarios que acaparan el Congreso y el Gobierno legislen a favor de sus propios intereses, tal y como demuestra este tipo de medidas.
Un sueldo que no compite con la empresa privada
En segundo lugar, el coste de oportunidad explica la dificultad que sufren muchos profesionales y empresarios para entrar en política. Los trabajadores de alta cualificación y los emprendedores que tienen éxito son recompensados con ingresos muy superiores a los que, hoy por hoy, ofrece la actividad pública, de modo que carecen de incentivos suficientes para abandonar el sector privado a fin de embarcarse en una aventura cuyo futuro es incierto y el riesgo, sin duda, elevado. A pesar de lo que se suele decir, el sueldo base de los políticos españoles es reducido en comparación con otros países ricos y trabajos de responsabilidad equivalente. Cosa distinta es que los políticos intenten compensar ese déficit salarial embolsándose dietas y retribuciones extra poco transparentes o bien cayendo en corruptelas e irregularidades con el fin de enriquecerse de forma ilícita. Asimismo, a la vista del mediocre currículum que tienen muchos representantes, es evidente que ese sueldo, aun siendo bajo, está muy por encima de lo que cobrarían en caso de trabajar en el sector privado.
El nivel salarial, por tanto, aclara, en gran medida, el escaso interés que muestran los profesionales del sector privado por dedicarse a la política, al tiempo que supone un apetitoso reclamo para todos aquellos militantes y cuadros del partido que, sin necesidad de tener experiencia laboral o una mínima formación, saben desenvolverse con cierta habilidad en el juego de escalar posiciones dentro de la organización para alcanzar un cargo público. El hecho de que no dispongan de otra alternativa profesional capaz de garantizarles unos ingresos similares explica, igualmente, su absoluta obediencia a las directrices que marque el partido, así como sus reticencias a dimitir en caso de que salte algún escándalo o irregularidad en torno a su persona.
Todo ello afecta, cómo no, a la calidad institucional de España, pero también al conjunto de la economía. Que entre el 60% y el 80% de los diputados y ministros no tenga ni idea de lo que es una empresa o un autónomo, siendo ambos los grandes motores del crecimiento y la creación de empleo, constituye una tragedia, ya que esa profunda ignorancia se traduce muchas veces en leyes y regulaciones que obstaculizan la actividad económica. Asimismo, siendo funcionarios la mayoría de cargos políticos, no es de extrañar que el sector público resulte ser unos de los grandes beneficiados tanto de la actividad legislativa como del reparto presupuestario, para desgracia de los contribuyentes. España necesita dejar atrás la figura del político profesional mediante la eliminación de las prebendas funcionariales y una estrategia salarial transparente y acorde a la responsabilidad que se ejerce para atraer a candidatos de elevada experiencia y valía procedentes del sector privado.
La incompetencia de los políticos españoles puede ser tan mortal como la COVID-19
Los políticos españoles consideran un gran misterio por qué volvemos a ser el país europeo más castigado por la pandemia. Han culpado a la imprudencia de los jóvenes, a nuestra latina incapacidad para mantener el distanciamiento e incluso a la inmigración. Y, sin embargo, todo este tiempo tenían la respuesta mucho más cerca: nada ha facilitado la propagación del virus tanto como su propia incompetencia.
Los españoles aceptaron con infinita paciencia el confinamiento más duro de Europa durante la primera ola de marzo, asumieron graves perjuicios económicos a cambio de proteger la vida de sus mayores y han sido algunos de los ciudadanos más disciplinados en normas como el uso de la mascarilla, utilizada por más del 84 por ciento de la población. Hoy asisten, entre la impotencia y la indignación, al desperdicio de todos sus sacrificios por parte de una clase política que no cumplió su parte del trato. El lunes, el gobierno de Madrid impuso un confinamiento parcial en 37 zonas básicas de la ciudad; el miércoles pidió ayuda urgente al ejército y el despacho de 300 médicos luego de una nueva ola de infecciones.
España llegó a tener controlado el virus cuando puso fin al estado de alarma el 21 de junio. El gobierno del presidente Pedro Sánchez declaró victoria, organizó una desescalada apresurada que incluyó la reapertura del turismo y devolvió las competencias sanitarias a las regiones autónomas. La responsabilidad pasó de un gobierno que había gestionado la pandemia con torpeza —el país lideró las cifras de mortalidad y trabajadores de salud contagiados— a 17 administraciones que lo han hecho con desidia. Las pocas excepciones, como la norteña región de Asturias, solo confirman el fracaso generalizado.
Antes de que arribara la segunda ola, hubo tiempo de sobra para tomar medidas que han mostrado su efectividad en países asiáticos y han mitigado el impacto de la pandemia en otros más cercanos, como Portugal. Pero nuestros políticos decidieron ignorarlas: no se reforzaron los sistemas sanitarios, ni se planeó la reapertura de las escuelas, ni se organizó el sistema de rastreo que aconsejaban los expertos.
Una de las claves para frenar la propagación del virus es buscar y realizar la prueba de PCR al mayor número de personas que han estado en contacto con personas infectadas. Pero el número de esos sospechosos que España consigue localizar es inferior al de Zambia (9,7), cuatro veces menor que el de Italia (37,5) y está veinte veces por debajo de Finlandia (185).
Nuestros políticos tienen escasos incentivos en buscar la excelencia porque saben que los españoles votan a sus partidos con una lealtad solo equiparable a la que sienten por su equipo de fútbol. La ideología y el partidismo tienen más peso en las urnas que la preparación, la honestidad o experiencia de los candidatos, enviándoles el mensaje de que su futuro no depende de su gestión o los resultados que obtienen. Eso tiene que cambiar: si algo nos ha enseñado la pandemia es que el precio de no tener a los mejores al volante es demasiado alto.
Mientras los partidos políticos seguían culpándose de quién había sido responsable de la primera ola, la segunda ya estaba en marcha. Ahora está fuera de control y decenas de localidades vuelven a padecer restricciones. Los hospitales, que tienen un déficit crónico de médicos, viven un déjà vu. El personal sanitario al que aplaudimos como héroes en marzo y abril asiste “con abatimiento e indignación al espectáculo de nuestros responsables políticos”, dice el Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos de España (CGCOM).
Por supuesto la frustración no es exclusiva de España. La coincidencia de la pandemia con la emergencia de populismos y extremismos en el mundo, desde Estados Unidos a Filipinas, ha dificultado respuestas basadas en el conocimiento, la ciencia y la gestión eficaz de los medios disponibles. Pero en el caso español los problemas trascienden la coyuntura actual.
Los partidos políticos se han convertido en organizaciones endogámicas y herméticamente cerradas al talento exterior. Los españoles solo pueden votar a sus candidatos en bloque, a través de listas cerradas elaboradas por los propios partidos tras un proceso de selección donde la intriga y las relaciones cuentan más que la preparación. La mayoría de nuestros representantes llegan a puestos de responsabilidad sin más experiencia que su militancia política. Solo el 36 por ciento de los diputados del Congreso declaraban haber trabajado alguna vez en la empresa privada en 2018.
En tiempos normales las disfunciones de la política española quedaban tapadas y la polarización inmunizaba a los políticos frente a las consecuencias de sus errores. La pandemia ha desvelado una verdad dolorosa: la incompetencia cuesta vidas y arruina economías, como demuestra el ejemplo de la comunidad de Madrid, el centro financiero y administrativo de España, hoy en situación límite.
Nueva York y Madrid estaban en condiciones similares en el mes de junio: tras haber sido duramente golpeadas por la COVID-19, tenían la pandemia controlada. Desde entonces la comunidad española ha visto multiplicar sus casos hasta los 772 por cada 100.000 habitantes mientras Nueva York mantiene la situación bajo control con 28 contagios por cada 100.000 habitantes. Tampoco aquí hay secreto: las diferencias en el número de rastreadores, el apoyo hospitalario, la reapertura eficazmente prudente de los negocios o las pruebas explican la diferencia.
La presidenta de la comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, del Partido Popular —el partido conservador que lleva gobernando la región 25 años—, ha prometido en estos meses rastreadores, refuerzos sanitarios y profesorado para las escuelas que no han llegado o no lo han hecho a tiempo. Además de las tensiones con el gobierno central, las recomendaciones de los expertos han sido supeditadas al oportunismo político, las medidas se han tomado tarde y, en otra de las características de la clase dirigente española, las culpas se han extendido para eludir las responsabilidades propias.
Revertir la mediocridad en la política española requerirá de profundas reformas que deben comenzar por la educación y cuyos beneficios podrían demorarse años. Pero nada impide empezar por medidas más concretas que frenarían la degradación de la vida pública.
Urge cambiar la ley electoral para que los votantes escojan a sus representantes en listas abiertas, replantearse una organización territorial que ha provocado una gran descoordinación entre regiones y renovar las instituciones de gobierno para que dejen de ser una agencia de colocación de políticos y militantes afines a los partidos en el poder. Y, sin embargo, nada de ello servirá mientras no se responsabilice a los dirigentes españoles por sus fracasos y que estos tengan consecuencias políticas en las urnas.
En la próxima elección no deberíamos olvidar a los responsables por el desastroso manejo de la pandemia del coronavirus.