Hasta 2019, el turismo seguía una rutina metódica. Dagmar Reichert hacía las maletas en enero y se trasladaba a Fuerteventura para huir del gélido invierno de su Alemania natal. María Acosta de la Torre se levantaba a las 7:00 para acudir al hotel y preparar junto a sus compañeros el masivo buffet del que podían disfrutar hasta un millar de clientes. Un ritmo mantenido durante décadas que saltó por los aires con la pandemia del coronavirus. Reichert dejó de viajar. Se quedó confinada en su ciudad, Aachen. Y María no pudo seguir atendiendo a los visitantes. Básicamente porque se quedó sin empleo. Bajo la llamada, la teutona de 56 años ejerce ahora como una especie de mecenas a distancia y dedica parte del dinero que pensaba gastar en la isla a donaciones destinadas a comprar comida para la acumulación de desempleados que está generando la crisis. Por su parte, Acosta -madre de dos niños de 11 y ocho años- se beneficia de esa asistencia, ya que ni siquiera ha percibido todavía los 430 euros que le debe entregar el Estado.
La ayudante de cocina y sus pequeños fueron una de las 45 familias agraciadas el pasado mes de diciembre por una de las recurrentes compras solidarias que organizan desde el inicio de la crisis sanitaria un grupo de alemanes residentes y visitantes asiduos de la isla canaria, cuya absoluta dependencia del turismo -ahora casi inexistente- ha hundido la economía local hasta provocar una situación “catastrófica”, en palabras del alcalde del municipio de Pájara, famoso en toda Europa por las playas infinitas de Jandía. Toda una ironía para un destino que durante años de bonanza aparecía en los medios de comunicación regionales por las espectaculares tasas de ocupación que registraba año tras año: más de un 90%. De esa época sólo queda un vago recuerdo eclipsado por la conmoción generada por el virus.
Como miles de peninsulares, Acosta acudió a Fuerteventura atraída por la expansión -que parecía imparable- del turismo en las islas, que en 2017 registró su máximo récord: 16 millones de visitantes. Una cifra que representaba el 35% de su Producto Interior Bruto (PIB). Muchos se trasladaron aquí para huir de la crisis financiera que sufrió el territorio continental a partir de 2008, que casi no se sintió en este sector local.
“Hasta 2019, esto era el paraíso. Pero llegó la pandemia. Mi último contrato, de tres meses, terminó en octubre y desde entonces no tengo ningún ingreso. Ha sido un palo grande. Yo me vine de Huelva a Fuerteventura para darle una vida mejor a mis hijos. No les puedo dejar pasar hambre”, explica la andaluza de 32 años. “Antes era yo la que ayudaba a preparar la comida a los turistas; ahora son ellos los que me dan la comida. El mundo al revés”, añade.
Lo que antes era algo ordinario, ciertamente, ya no rige en esta nueva era. Algo que comprendió también la alemana Raichert, secretaria en una empresa privada, que solía venir a Fuerteventura desde que descubrió la isla en 1992. Su última visita fue en noviembre. “Comenzamos a ver como cerraban los hoteles y entendimos que esto era muy grave. Antes nos gastábamos este dinero en salir a comer o cenar y pensamos que lo mejor era dedicarlo para ayudar a la gente local”, explica en una conversación telefónica desde la nación europea.
ONG de residentes alemanes
Raichert forma parte de un grupo de alemanes residentes y visitantes asiduos de la isla canaria que se han aglutinado en torno a la ONG. ‘La Caja de la pequeña Silvia’ que estableció la doctora Karola Simoni en 2002 en la zona de Costa Calma -en el sur de Fuerteventura- y que en las últimas semanas se ha dedicado a sufragar compras solidarias a las que se han podido acoger hasta 500 familias en paro como la de Acosta gracias a las donaciones de policías retirados como Dieter Heindl o fabricantes de ropa como Martin Wrobel. La ONG de Karola y su pareja, el también doctor Norbert Kuner, se estableció originalmente como una simple hucha -todavía guardan el pequeño receptáculo en la mesa de su consulta – para recolectar propinas de sus clientes, que destinaban después a los niños desfavorecidos de Costa Calma. Sin embargo, al igual que Reichert, la pareja y sus amigos entendieron rápidamente el brutal impacto que el ‘bicho’ -así se llama en las islas al brete que enfrentan- podía tener en lugares como Pájara, que como dice su alcalde “dependen casi al 100%” de esta industria.
En estas últimas semanas, los supermercados de Pájara han asistido a la inusual imagen de estos voluntarios alemanes equipados con chalecos amarillos que lideraban colas del hambre con decenas de personas -a la cita de Acosta acudieron 45- a los que el gesto de los visitantes alemanes les permite adquirir alimentos por valor de 150 euros. Esa hipótesis, la reactivación del turismo, parece una cuestión más que improbable en los próximos meses. De hecho, expertos como el catedrático de Economía José Luis Rivero Ceballos estiman que la recuperación podría retrasarse hasta 2025. “Es la regla que señala la Organización Mundial de la Salud para los destinos turísticos que sufren desastres como el de Canarias. Necesitan de 2,5 a cuatro años para recuperarse. Y esto es como una catástrofe natural”, argumenta.
Las estadísticas que se han conocido esta semana provocaron titulares en la prensa local como éste: “La pandemia provoca la debacle turística y laboral”. La destrucción de puestos de trabajo multiplica por cuatro la media nacional y la dependencia de su economía respecto a la afluencia de visitantes ha hundido el PIB local en un 26,4%. Para colmo, las islas partían ya con un serio hándicap: unos índices de pobreza y exclusión social superiores en 10 puntos a la media nacional -según el último informe de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social-, que alertaba de que uno de cada tres canarios estaba en riesgo de sufrir esta situación de penuria, incluso antes de que surgiera el virus.
El turismo trajo el progreso y su ausencia una carestía generalizada. Un viraje demoledor que se ha producido en cuestión de meses. “Aquí no hay ninguna otra alternativa al turismo, Si esta situación no cambia nos vamos a un 80% de paro. Es un disparate”, asegura Pedro Armas. Recorrer las calles de Morro Jable junto a Rodrigo Berdullas es pasear por un paisaje que hace poco más de un año estaba abarrotado en estas mismas fechas y donde los viandantes aparecen ahora de forma ocasional.
El concejal de Servicios Sociales de Pájara va señalando los negocios que han cerrado a causa de la crisis. Los carteles de “Se alquila” o “Se vende” son una constante. Al paso por una de las calles, uno de los viandantes se enzarza en una pelea telefónica con su interlocutor. “¡Mira, necesito dinero! ¡Éste ha sido el peor año de mi vida y le tengo que comprar algún juguete a mi hijo!”, clama a gritos. Es 5 de enero. La clausura de uno de los restaurantes de Morro Jable provocó en octubre una protesta a la que acudieron cientos de personas, todos ellos vestidos de luto, respondiendo al dramático llamamiento de un empresario que anunció la convocatoria entre lágrimas. “Mi negocio ha muerto. Cierra el 26 de octubre y voy a rendirle un último homenaje. Lo único que nos va a quedar es un montón de hipotecas”, se le escuchaba decir con la voz ahogada por el llanto.
Es sábado por la noche, pero Berdullas ha organizado una nueva entrega de alimentos del remanente que guardan junto al mercado local. Un pequeño habitáculo donde se apilan las bolsas de arroz y pasta. “Al principio tuvimos suerte porque cuando cerraron los hoteles nos donaron su comida para que no se echara a perder”, relata el concejal. A la cita acuden varias asociaciones locales dedicadas a repartir alimentos entre los más necesitados y miembros de este colectivo de damnificados como Alejandro Santana y su cuñada María. Con dos hijos -de 16 y de siete años-, el primero subsiste con el ERTE en el que le incluyó el hotel en el que trabajaba, lo cual no impide que vaya acumulando deudas. “He venido a recoger papel higiénico, cereales, aceite, macarrones, galletas y champú. El alquiler y los préstamos se comen todo el dinero del ERTE y casi no nos queda para comida”, narra Jennifer de 33 años. Nunca tuvo una situación boyante, aunque lleva trabajando en hoteles del sur de la isla desde que tenía 18. Antes de que apareciera el virus tuvo que entregar a tres de sus hijos en acogida “ya que no podía mantenerlos”. La pandemia agudizó su inestabilidad. Llevaba 11 meses trabajando como camarera de piso en un hotel y en abril de 2019 dejó ese puesto al quedarse embarazada por cuarta ocasión. La crisis la sorprendió sin empleo y con un bebé al que alimentar. Primero colocó una caja en la puerta de su vivienda para solicitar alimentos de los vecinos. Después, tuvo que recurrir a Karola y Norbert. “Cobro 430 euros del Estado y pago 430 euros de alquiler. Mi pareja también tiene una ayuda, pero entre los dos no superamos los 800 euros. Hay muchos niños en esta zona que están comiendo gracias a Karola y Norbert”, refiere.
El confinamiento parcial de Alemania y el absoluto del Reino Unido -los dos principales soportes del turismo en las islas Canarias- han recrudecido la precaria situación de las finanzas isleñas. La apertura parcial de los meses de verano fue un espejismo incapaz de reflotar el sector. El empresario José Fernando Cabrera de 74 años, es uno de esos personajes a los que les gusta nadar en la dirección opuesta. Por eso decidió inaugurar un hotel de lujo en Adeje, en el sur de la isla el 18 de diciembre pasado. Pero hasta él, que se define como “optimista” infatigable, admite que la “filosofía” que mantienen los empresarios de su ramo en estos momentos es “sobrevivir acumulando deudas y después ya pagaremos”.
Cierra el 90% de los hoteles
“En el sur de Tenerife había 335 hoteles y apartahoteles. Dentro de unos días sólo quedarán abiertos una treintena. Menos del 10%”, reconoce. Ante la incapacidad de las administraciones para hacer frente a esta recesión y las demandas de los desempleados, los propios vecinos de ayuntamientos como Granadilla o Arona -centros neurálgicos del turismo tinerfeño- se han organizado en asociaciones como ‘Inclúyeme’ para intentar paliar la carestía social. Las voluntarias de Inclúyeme, que lidera Alicia Rodríguez, trabajan en el garaje de su domicilio familiar. Allí, en medio de bicicletas y herramientas, las féminas han acumulado cajas de plátanos, verdura, paquetes de leche o bolsas de pasta que les han donado algunos negocios de la zona. Los congelados los guardan en varios frigoríficos prestados, dos de ellos de la propia Rodríguez.
Las visitas de las familias en apuros es incesante. Hoy tienen cita casi una docena. “Ya hemos dado comida a unas 6.000 personas pero dependemos de las donaciones. Hoy tenemos pero no sabemos mañana”, apunta la responsable del grupo. Muchos de los que acuden proceden del sector turístico o de su entorno. Israel Cortés, de 36 años, es cantante. Actuaba en hoteles de la zona de forma regular desde hacía años. Nunca ha vuelto a ser contratado desde marzo de 2020. “Tengo una ayuda pública de 32 euros. ¿Qué puedo hacer con eso?. Tengo dos niños de 11 y ocho años”, razona. Para Ramiro Hernández (no es su verdadero nombre), la pandemia ha supuesto una catarsis física y mental. Ha perdido más de 25 kilos desde marzo. En parte por la “angustia”, dice. Pero también porque su dieta se ha reducido al mínimo. “¿Carne? El otro día hicimos una hamburguesa después de ni se sabe cuánto tiempo”, cuenta sentando en un bar de San Isidro, en el sur tinerfeño.
El hecho de que este gaditano de 36 años lleve ejerciendo como cocinero desde casi su adolescencia le ha permitido aplicar sus conocimientos a estos momentos de incertidumbre. De un pollo consigue sacar tres comidas. “Hago unas pechugas, otro pedazo lo mezclo con arroz y con los huesos hago un caldo. Si lo asas sólo tienes una comida”, comenta. Ramiro llegó a Tenerife en 1999. Ahora tiene dos hijos, de cinco y cuatro años. “Aquí nunca me faltó el trabajo”, apostilla. Hasta ahora. En marzo de 2020 concluyó su último contrato y cuando se le acabó el subsidio de desempleo y la liquidación, se vio abocado como otros muchos a las colas del hambre. Cada vez que el andaluz menciona a sus pequeños se le quiebra la voz y los ojos se le llenan de lágrimas. En estos últimos meses ha conseguido una ayuda pública de 400. De ahí sale el famoso pollo que se multiplica, unas cuantas bolsas de judías, arroz y pasta. “Se me acaba el 25 de enero”, dice. El alquiler dejó de pagarlo hace meses. Ya acumula una deuda de 3.200 euros, aunque dice que los caseros “son fenomenales, me han dicho que mientras que no les falte nada a los niños que no nos preocupemos”. “Se me rompe el alma cuando mi niña me dice: papá se te ha olvidado ponerme el desayuno”.