Debemos reflexionar muy seriamente sobre las consecuencias a largo plazo de las medidas que, de forma apresurada, se toman en respuesta a emergencias nacionales y globales.
Una de las características más inquietantes de nuestro tiempo es que vivimos en sociedades de crisis perpetuas, de lacras a «erradicar», de pánicos morales inacabables. Máquinas de alertas naranja con las cuales la intervención pública crece sin tasa y el deterioro de la salud mental, también.
Es indiferente, se trate de una crisis económica, una emergencia sanitaria o una amenaza terrorista hoy los sucesos parecen no tener un horizonte final. Al contrario, permanecen en el tiempo gracias al abuso informativo y a las potentes e inacabables políticas públicas que diligentemente emergen para afrontarlos.
Durante años, por ejemplo, el llamado Estado Islámico fue parte inseparable del menú informativo. Las noticias, acompañadas de imágenes extremadamente turbadoras, repiquetearon la mente del público con una insistencia enfermiza, día tras día, semana tras semana, mes tras mes. La alarma alcanzó tal intensidad y reiteración que no faltaron analistas dispuestos a concluir que estábamos asistiendo, aun sin saberlo, a los prolegómenos de una insospechada Tercera Guerra Mundial.
A la luz de las televisiones y los diarios el Estado Islámico era mucho más que un contingente de mercenarios y asesinos que había prosperado rápidamente por el evidente vacío de poder en una región determinada; era un ejército colosal que, además, no dejaba de incorporar nuevos efectivos (pagaba bien) y que, estaba escrito, acabaría aporreando las puertas de Occidente. Bastó, sin embargo, una mínima voluntad política de intervenir con un limitado contingente militar para que en unos meses el temible ejército se dispersara a los cuatro vientos. Pero los grupos que se atrincheraron en alguna que otra población permitieron mantener la tensión informativa y prolongar la alarma. Cuando estos reductos fueron aplastados, la amenaza tampoco concluyó. Mutó en un peligro insidioso y más difícil de combatir: los lobos solitarios, individuos que, al no ser sospechosos, lograban pasar bajo el radar de los servicios policiales y, mediante acciones suicidas, anegar de sangre nuestras ciudades. Así, con una serie de atentados llevados a cabo por elementos de estas características, la llama de la psicosis permaneció encendida.
Hoy, sin embargo, de aquella emergencia apocalíptica sólo quedan los rescoldos. De cuando en cuando un tipo cuchillo en mano nos recuerda no ya que el fanatismo siempre tiene secuelas sino que la violencia es inseparable de la existencia. Por más que vivamos en entornos pacificados, siempre habrá quien esté dispuesto a recordárnoslo. Puede ser un lobo solitario que apuñala transeúntes indiscriminadamente al grito de ¡Allahu Akbar!, puede ser una persona despechada que asesina a quien se supone alguna vez amó o puede ser una jauría humana que apaliza a un joven hasta matarlo. El poder podrá añadir todos los sufijos que considere a la violencia para hacernos creer que, subclasificándola, podrá acabar con ella mediante políticas específicas, pero es falso: la violencia nunca podrá ser erradicada por completo.
Una cifra por sí misma no es fiel reflejo de la realidad. En sociedades como la española, con cerca de 50 millones de individuos, que en 2019 se cometieran 332 asesinatos significa que, sobre el total de la población, los asesinos representan el 0,00001 por ciento. Y si añadimos a la violencia el sufijo «género», en 2019 la proporción de asesinos sobre el total de la población masculina fue del 0,000001 por ciento. Así, contextualizando estas cifras, no deberíamos sentirnos gravemente amenazados: deberíamos sentirnos razonablemente seguros, porque es más probable ser alcanzado por un rayo que ser asesinado. En sociedades de masas con umbrales de riesgo extremadamente bajos, pretender rebajarlos aún más supone aplicar medidas expeditivas y costosas, cuyos resultados tienden no ya a ser igual a cero sino que generarán efectos muy adversos, en especial para la libertad.
Pero esta realidad no encaja con el ideal de seguridad absoluta que los estados —y más allá de estos, organizaciones supranacionales— han convertido en una utopía paradójicamente factible y, lo que es todavía más alarmante, obligatoria. Que una y otra vez se demuestre que, por más que se intente reducir el peligro, el riesgo cero no es ni remotamente alcanzable, incluso en las sociedades más civilizadas, parece no refutar tan peligrosa pretensión. Al contrario, en su imposibilidad está la virtud. Limitar la acción política a lo que sería razonable supondría poner límites a la intervención de los gobiernos. Y, precisamente, los gobiernos necesitan ser irrazonables para que su intervención no tenga límites ni fin.
La crisis de la Covid-19 no es que se haya adaptado como un guante a esta dinámica, es que ha supuesto un salto cualitativo. La magnitud de las reacciones gubernamentales, que van desde cierres obligatorios de empresas «no esenciales» hasta cuarentenas preventivas y toques de queda para millones de personas, ayudas económicas masivas y enormes rescates por parte de la Fed y el BCE, habrían desbordado la imaginación de cualquiera antes de la crisis. Hoy no asombran a nadie. Crisis anteriores generaron respuestas extraordinarias, pero nunca a tal escala y en tan poco tiempo. Todo el mundo parece estar de acuerdo en que las medidas sólo estarán vigentes a corto plazo, hasta que la incidencia de la enfermedad se reduzca notablemente de forma permanente, bien por inmunidad colectiva, bien por nuevos tratamientos médicos o bien por la combinación de factores. Sin embargo, en ningún momento se contempló elaborar una estrategia de salida para retrotraer el alcance y poder de los gobiernos a niveles precrisis. De hecho, los gobiernos y administraciones se han acostumbrado con sorprendente rapidez a poner y quitar prohibiciones que vulneran derechos fundamentales en base a supuestos criterios científicos no ya dudosos sino a menudo erróneos. Evidentemente, en países como China nada hay que retrotraer; cuanto más control gubernamental, mejor. Pero en los países democráticos, con separación de poderes, controles y contrapesos y salvaguardas de la libertad individual, todo ha sucedido de modo fragmentario, día a día, dándose por supuesto que una vez se vislumbre el final, los gobiernos renunciarán a sus excesos.
Desgraciadamente, esta suposición va en contra de la experiencia histórica. Lo advertía certeramente Robert Higgs en Crisis and Leviathan (1987). La dinámica seguida desde principios del siglo XX ha sido bastante distinta. Buena parte de la expansión de los gobiernos frente a emergencias nacionales no se ha extinguido con el final de las crisis. Al contrario, se ha institucionalizado y se ha hecho carne en nuevas agencias, oficinas, competencias, presupuestos y leyes. Y lo que es más significativo, ha acabado constituyéndose en la ideología dominante de las élites y buena parte del público.
Nada es tan permanente como una política temporal surgida al calor de la emergencia. Las crisis sirven para poner en marcha nuevas competencias, presupuestos, impuestos y regulaciones que, supuestamente, no se pretendía que fueran permanentes, pero lo acaban siendo en función de intereses burocráticos y de otros intereses más oscuros que a menudo encuentran en la clase política su más obediente servidor. La tendencia de los gobiernos a expandirse durante las emergencias, y la imposibilidad de retrotraerlos después, opera en base a incentivos y restricciones que son intrínsecos a la estructura política, económica y cultural de cada sociedad. Pero en demasiados países se observa un denominador común: el efecto subyacente de un “progresismo” que se ha convertido en la ideología dominante a escala global.
Frente al creciente abuso de poder, debemos reflexionar muy seriamente sobre las consecuencias a largo plazo de las medidas que, de forma apresurada, se toman en respuesta a emergencias nacionales y globales, y decidir si queremos conservar las libertades económicas y civiles que aún nos quedan o si preferimos entregarlas todas de una vez.
No son sólo los políticos o activistas. Un número creciente de individuos convenientemente acreditados está arrogándose una capacidad de predicción y planificación que hasta los viejos dioses envidiarían. De hecho, se han erigido en semidioses postmodernos y han decretado que el común no sabe lo que le conviene, que es incapaz de cuidar de sí mismo y que, por su propio bien, debe ser reducido a la nada convenciéndole de que todo cuanto haga y decida sin la tutela del Estado no sólo es inútil sino que supone un peligro potencial, para él y para los demás.
Así, frente a cualquier tentación de resistencia a los crecientes abusos de poder emerge el ideal de la seguridad absoluta como un muro infranqueable. Se argumenta que poner en riesgo siquiera una sola vida es inmoral. Pero las cosas en el mundo de lo real no son tan sencillas. Todo cuanto hacemos supone un riesgo, hasta las acciones más cotidianas y elementales, cuando son transformadas en datos agregados, tienen una tasa de letalidad. La imposición del riesgo cero genera efectos adversos que causan un perjuicio mucho mayor que el que se pretende evitar.
Por eso, desde aquí, querido lector, le animo a ser crítico, a vindicarse y recuperar el espacio que le pertenece en una sociedad supuestamente democrática donde el poder político debería constituirse de abajo arriba y no al revés. Le animo, en definitiva, a que no se deje reducir a la nada y luche por conservar las libertades que aún nos quedan, y que lo haga aunque sólo sea para preservar su salud mental.