¿Por qué no prosperó el proyecto español de armamento nuclear?

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Hace 60 años llegaba a España una remesa de uranio enriquecido para la investigación. En 1963, el gobierno estudiaría las posibilidades de crear nuestro propio arsenal atómico.

El verano de 1945, dos bombas atómicas destruyeron Hiroshima y Nagasaki. Estados Unidos se erigía en el único poseedor de un arma de incalculable poder. Apenas cuatro años después, en 1949, la Unión Soviética detonaba su primer ingenio nuclear. Le seguirían el Reino Unido (1952) y Francia (1960). Al empezar el decenio de los sesenta, el club atómico contaba con solo cuatro miembros. Y entonces España vio la oportunidad de convertirse en el quinto.

¿Qué sentido podía tener una iniciativa así? Era muy dudoso que se llegase a utilizar en ningún conflicto local. En realidad, su principal objetivo era uno de prestigio o, al menos, reconocimiento internacional: conferir a España un estatus de potencia atómica que tal vez le hubiese permitido aspirar a un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, con el consiguiente derecho de veto. En aquel momento, cuatro de sus cinco miembros permanentes ostentaban armas nucleares. En 1971, Taiwán perdería su condición a favor de la República Popular China, también poseedora de arsenal atómico.

Corría el año 1963 cuando el entonces vicepresidente del gobierno, Agustín Muñoz Grandes, autorizó la realización de un análisis de viabilidad sobre el desarrollo de un arma nuclear propia. El sorprendente encargo recayó en José María Otero Navascués, que ocupaba la presidencia de la JEN (Junta de Energía Nuclear), el organismo encargado de controlar prácticamente todas las actividades relacionadas con la energía atómica.

El reclutamiento de Velarde

Además de militar de carrera (llegaría a contraalmirante de la Armada), Otero era un reconocido hombre de ciencia. Especializado en óptica, fue el primero en caracterizar una anomalía de la visión llamada miopía nocturna, la reducción de capacidad para enfocar bien en condiciones de baja iluminación. Esto ocurría en 1942, en pleno conflicto mundial, y tuvo inesperadas consecuencias en ambos bandos: los alemanes modificaron el diseño del periscopio de algunos submarinos para mejorar su uso de noche, y en el lado aliado se hizo lo mismo con prismáticos y equipo óptico utilizado por los observadores.

Otero recurrió a otro militar, el comandante Guillermo Velarde, integrado desde varios años atrás en la sección de Física Teórica de la Junta. Velarde se encontraba en Estados Unidos con el encargo de estudiar el diseño de reactores nucleares para producción de energía eléctrica. Había pasado por la Universidad Estatal de Pensilvania y luego por el laboratorio Argonne de Chicago, y en aquel momento estaba trabajando en la empresa Atomics International en el estudio de un reactor de agua pesada que la JEN confiaba poder instalar algún día en España.

Ante la llamada de Otero, Velarde regresó en 1963 y dedicó los dos años siguientes a realizar un concienzudo estudio que contemplaba dos proyectos distintos: la construcción del arma en sí y la de un reactor y planta de purificación de material fisible. Todo en la más absoluta reserva. Tanto es así que se negó a marcar la documentación del proyecto como “máximo secreto”, convencido de que ello no serviría más que para azuzar la curiosidad de la gente. Era preferible que los informes pareciesen unas simples cuartillas de cálculos sin mayor importancia.

La bomba de Hiroshima había utilizado uranio; la que se probó en Nevada y luego destruiría Nagasaki, plutonio. España disponía de reservas de mineral de uranio en Badajoz y Salamanca, pero su enriquecimiento hasta una pureza por encima del 90% era un proceso muy complicado que exigía enormes –y carísimas– instalaciones. Aparte de su colosal coste, sería difícil mantener en secreto la construcción de una infraestructura tan enorme.

El plutonio resultaba una alternativa más viable. Ningún país extranjero iba a suministrar a España plutonio de grado militar, pero podía obtenerse como residuo a partir del combustible utilizado en el reactor nuclear previsto en el estudio. La planta de procesado permitiría separar las pequeñas cantidades de plutonio del resto de las barras de uranio que constituirían el combustible propiamente dicho. Otero bautizó el plan Proyecto “Islero”, el nombre del toro que mató a Manolete. Quizá porque estimaba que aquel programa también acabaría matándole a él, “a disgustos”.

En diciembre de 1964, el estudio estaba terminado. Empezaba con un par de páginas de resumen para no iniciados, seguidas del detalle de la operación. Se hicieron cinco copias con una restringidísima lista de distribución que incluía a Franco, Muñoz Grandes y el ministro de Industria, Gregorio López Bravo. Tras el preceptivo acuse de recibo ya no hubo reacción, y el proyecto quedó en el limbo durante más de un año.

Revelación en Palomares

En enero de 1966 tuvo lugar el accidente de Palomares: un bombardero B-52 chocó con un avión nodriza durante una operación de repostaje. Cayeron los cuatro ingenios termonucleares que transportaba. Uno fue a parar al mar; se tardaría semanas en recuperarlo. De los otros, dos sufrieron la explosión de las cargas convencionales, esparciendo plutonio radiactivo a su alrededor.

A raíz del desastre, la JEN envió a Velarde a Palomares con la misión de estudiar las operaciones de limpieza que llevaban a cabo militares norteamericanos. Allí pudo descubrir unas “piedras negras” –en realidad, restos de espuma de poliestireno–. Se las señaló a uno de los oficiales a cargo, quien les restó importancia. Al día siguiente habían desaparecido. Para un experto como él, aquello fue una revelación: era el material que rellenaba la bomba y separaba sus dos componentes, el iniciador y el cartucho termonuclear.

En las semanas siguientes, Velarde realizó una serie de cálculos y simulaciones teniendo en cuenta aquel descubrimiento. Ahí pudo deducir lo que era uno de los secretos mejor guardados de la Guerra Fría: el mecanismo de explosión de una bomba de hidrógeno (la configuración Ullam-Teller). El material fusionable era una mezcla de deuterio y tritio, pero para provocar la reacción hacían falta enormes presiones y temperaturas de millones de grados, similares a las que reinan en el interior del Sol. Se conseguían utilizando como espoleta una bomba de fisión semejante a la de Nagasaki.

Poco después, el propio Franco se entrevistó con Velarde para comunicarle su resolución de no llevar adelante el plan de armamento nuclear. En su opinión, los servicios de inteligencia norteamericanos lo descubrirían tarde o temprano y no quería exponerse a sanciones que la delicada economía española no hubiese podido soportar. Solo podemos especular hasta qué punto influyó en esa decisión el ministro López Bravo, opuesto al proyecto, al que atribuía el desmesurado coste de 60.000 millones de pesetas (casi el triple de lo estimado por Velarde).

¿Rescatado?

Pasaron siete años. En 1973 Henry Kissinger viaja a España para entrevistarse con Carrero Blanco, quien le entrega un informe –muy técnico– de un par de páginas sobre Islero, en la esperanza de que Estados Unidos no plantee muchas objeciones. Quizá Kissinger ya estaba al corriente o quizá no. Veinticuatro horas después se produce el atentado que acaba con la vida del almirante y –probablemente– desbarata los planes de Franco con respecto a su sucesión.

En 1974, Guillermo Velarde, ahora catedrático de Física Nuclear en la Escuela de Ingenieros de Madrid, recibe una sorprendente noticia: el nuevo presidente del gobierno, Arias Navarro, ha decidido revivir el Proyecto Islero. Había que realizar otro estudio y elaborar otro documento. Esta vez mucho más concreto, puesto que ya incluye presupuesto y objetivos: conseguir un arsenal de 36 bombas de fisión de 20 kilotones cada una. Ocho de ellas se reservarían como iniciador para futuros –y, de momento, imaginarios– ingenios termonucleares. Todo ello debería estar listo en el plazo de seis años.

La orden no pilla desprevenidos a los técnicos españoles. Durante esos años han realizado importantes avances, como un estudio que permite reducir el número de detonadores en una bomba de plutonio. Los primeros prototipos americanos utilizaban más de treinta, con las consiguientes dificultades para conseguir una sincronización exacta; otros modelos de la época emplean más de noventa. El equipo de Velarde ha elaborado un esquema que solo necesita cuatro (se probó también con dos, pero no funcionó).

¿Y el material fisible? Por esas fechas ya había entrado en servicio la central eléctrica de Vandellós I, en Tarragona. Aunque el uranio que empleaba solo tenía una concentración del 5%, en las barras de combustible agotado quedaban pequeñas cantidades de plutonio, resultado del normal funcionamiento del reactor. Procesando apenas un 10% de los elementos de desecho podría recuperarse suficiente plutonio como para fabricar unas cinco bombas al año.

El fin de Islero

El nuevo programa tampoco llegaría lejos. La administración Carter (1977-81) sigue insistiendo en que España ratifique el tratado de No Proliferación de Armamento Nuclear, que había rehusado firmar ya desde los tiempos de Franco. Hasta cierto punto, eso dejaba las manos libres para embarcarse en el Proyecto Islero. En 1974, un informe de la CIA recientemente desclasificado señalaba a España como “el único país europeo con interés y capacidad” para incorporarse al club atómico.

Tras el relevo del general Manuel Díez-Alegría como jefe del Estado Mayor y de Otero en la presidencia de la JEN, el apoyo al proyecto fue esfumándose. Adolfo Suárez expresó un tímido deseo de disponer algún día del arma nuclear, pero solo si se reducían las presiones en contra por parte de Washington. No fue así. En 1981, el gobierno de Calvo Sotelo aceptó la aplicación de salvaguardias establecidas por la Agencia Internacional de Energía Atómica, lo cual implicaba permitir la presencia de inspectores en todas las instalaciones nucleares para verificar que no se desarrollaban aplicaciones militares. Fue el definitivo final de Islero.

En 1987 España sancionó, por fin, su adhesión al tratado de No Proliferación. Hoy solo Israel, India, Pakistán y Corea del Norte no lo han firmado (tampoco Sudán del Sur). Entre los cuatro reúnen un arsenal estimado en alrededor de cuatrocientas armas nucleares.

Bomba de fisión. ¿Estaba España técnicamente preparada?

Cada elemento en un ingenio nuclear es una pieza de precisión, que exige técnicas de fabricación muy estrictas. Desde la forma que han de adoptar las capas de explosivos para focalizar la onda de presión hasta la complicada metalurgia del plutonio. En los años sesenta, España ya poseía, si no todas, sí la mayor parte de ellas. De no haber topado con inconvenientes políticos, el Proyecto Islero podía haber sido una realidad.

De maniobras navales. ¿Proyectiles en los buques de la US Navy?

La política de la Navy fue siempre ni negar ni confirmar la presencia de armamento nuclear a bordo de sus buques. En los años sesenta era frecuente que recalasen en puertos españoles, como el de Barcelona. A veces, mandos militares y prensa eran invitados a presenciar maniobras de la Sexta Flota en alta mar.

Durante una de esas maniobras, un periodista español aprovechó un descuido de sus anfitriones para obtener dos fotografías “incómodas” (abajo) que hoy ven la luz por primera vez. Muestran el transporte de un ingenio nuclear por la cubierta del portaaviones USS Saratoga. Probablemente se trata de una bomba de fisión MK-5, con una potencia ajustable entre 10 y 100 kilotones. El modelo español de bomba de fisión podría haber tenido una apariencia similar, aunque, probablemente, de menores dimensiones.

El USS Saratoga durante unas maniobras en Barcelona en los años sesenta
El USS Saratoga durante unas maniobras en Barcelona en los años sesenta.

El ‘USS Saratoga’ durante unas maniobras en Barcelona en los años sesenta.

La Vanguardia