El nuevo mantra pasa por cambiar el modelo productivo: ¿pero en qué dirección? Y lo que no es menos importante: ¿de quién depende? ¿Del Estado o de los empresarios?
“No es la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero”, sostenía Adam Smith, “de donde cabe esperar nuestro almuerzo, sino de la atención a su propio interés”. Desde que el economista escocés pusiera en circulación en el mercado de las ideas el concepto de ‘mano invisible’ para explicar, precisamente, que era el interés egoísta de la condición humana lo que movía el mundo y alentaba el crecimiento, muchos han puesto un formidable empeño en demostrar lo contrario.Probablemente, porque en el fondo emerge el viejo debate entre la autonomía personal -la visión individualista de la conducta humana que reclamaba Smith- y la fuerza del colectivo agrupada en torno a eso que llamamos sociedad, y que tiene en el Estado su articulación formal desde un punto de vista jurídico-político. O, expresado en términos más contemporáneos: la vieja dialéctica entre capital y trabajo.
Ese debate tiene un fuerte componente filosófico que va mucho más allá que lo estrictamente económico, pero Smith, que en el fondo era un moralista de la ciencia lúgubre, como lo eran todos los de su generación, lo vinculó a la asignación de recursos. Y lo que venía a decir el estratega de la mano invisible era que había que dejar en paz a las leyes del mercado, que tienen carácter universal: unos venden y otras compran, sin procurar demasiadas interferencias del Estado en la economía más allá de unos pocos servicios públicos, como la justicia o el ejército.
Otros, por el contrario, pensaban que sin la acción de los poderes públicos no solo crecía la desigualdad, un fenómeno inherente a la condición humana, ya que no tiene una base exclusivamente económica, como a veces se hace creer, sino, sobre todo, emergía una infinita injusticia porque el mercado no estaba en condiciones de satisfacer las necesidades sociales. “De cada cual, según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”, que afirmaba Marx en una célebre reflexión.
Precisamente, y aquí está la paradoja, porque si era el interés particular en beneficio propio quien asignaba los recursos, nadie invertiría en actividades esenciales porque no eran rentables. En la época de Smith no se invertía en educación porque no era necesaria ninguna formación para trabajar en una fábrica. Si hubiera sido necesario, hay pocas dudas de que la formación de los obreros hubiera estado en la ‘agenda’ de los industriales.
Librecambistas e intervencionistas
A muchos les puede parecer que la vieja discusión entre librecambistas e intervencionistas está ya superada y que tiene, incluso, algo de sabor a antiguo. Al fin y al cabo, como dijo Nixon, ahora todos somos keynesianos, y la Unión Europea (UE) lo ha demostrado con sus ingentes planes de expansión fiscal, aprobados tanto por la derecha como por la izquierda. Sin embargo, está en el centro del debate económico actual, en el que se discute -a veces con furor- la calidad del sistema productivo. O, más en concreto, el modelo de crecimiento, hoy claramente sesgado, en el caso español, al sector servicios de bajo valor añadido en detrimento de la industria, aunque cada vez es más difícil separar ambas actividades.
En todo caso, hay pocas dudas de que España debe cambiarlo, o mejorarlo, como se prefiera, en aras de no desaprovechar el auge de algunos de los mantras de nuestra época: la transición ecológica para la luchar contra el cambio climático o la transformación digital para evitar que una nueva revolución industrial, en este caso la 4.0, pase por delante de nuestras narices, como ya sucedió en el pasado. Y hoy, hay que decirlo, la especialización productiva de España se basa en tecnología media-baja que convierte a las fábricas en meros ensambladores de productos finales, ya que los centros de innovación, en la mayoría de los casos, se encuentran en la matriz y no en la periferia. En definitiva, se cumple un papel subalterno en la división internacional del trabajo.
Es por eso por lo que existe un enorme consenso en que hay que cambiar el modelo productivo para generar mayor valor añadido, pero hay más controversia sobre si deben ser los poderes públicos quienes lo piloten o, por el contrario, si corresponde al mercado llevar la iniciativa. O Smith o Keynes. O Ayn Rand o Marx.
Los primeros suelen hablar de cambiar el patrón de crecimiento en lugar del modelo productivo, lo que puede parecer un eufemismo o un juego de palabra, pero no lo es. El patrón de crecimiento tiene que ver con el peso de los distintos componentes que forman parte del PIB, la demanda interna (consumo público, privado e inversiones) y el sector exterior (importaciones y exportaciones), mientras que poner el énfasis en el cambio del sistema productivo sugiere una acción diligente del Estado en favor de unos sectores y en detrimento de otros. Es decir, una selección no natural. Toca elegir a los ‘policy makers’.
No es necesario recordar que desde la revolución conservadora de los primeros años 80 la idea de cambiar el patrón de crecimiento, en lugar del modelo productivo, ha ganado por goleada. Los Estados, en líneas generales, han dado un paso atrás en favor del mercado, lo que explica el auge de las políticas liberalizadoras, llamadas de forma despectiva neoliberales, y que han tenido en las privatizaciones y en las desregulaciones su punta de lanza.
El Estado planifica
Hoy, de hecho, el modelo productivo, desde luego en el caso español, es fruto del mercado y no de una actividad planificada por el Estado, que ha renunciado de forma deliberada, al contrario de lo que sucedió en la Corea de los años 60 o en la Alemania de después de la guerra, a fijar un determinado modelo productivo.
Ni siquiera un patrón de crecimiento propio más allá de intentar corregir ciertos desequilibrios macroeconómicos cuando la economía estaba con el agua al cuello, como sucedió con el sector exterior en los años previos a la anterior recesión. Justamente, cuando la deuda externa neta, debido al endeudamiento para financiar el ladrillo, alcanzó un increíble 100% del PIB, más propio de países en vías de desarrollo.
¿El resultado? Lo dijo hace muchos años, con cierta amargura, un diputado de la Comisión de Economía del Congreso; “Queríamos ser California y hemos acabado siendo Florida. Pero corremos el riesgo de terminar peor que Cuba”. O lo que es lo mismo, España se ha especializado en actividades de bajo valor añadido, lo que sin duda explica que todas las crisis -y ya van dos en apenas dos décadas de siglo- castiguen a su economía con especial dureza. Y lo que no deja de ser todavía más sorprendente, los sectores más afectados han sido en ambos casos los que han alimentado los poderes públicos con políticas difícilmente sostenibles en el tiempo.
Durante los primeros años 2000, amamantando legislativamente la construcción de una inmensa burbuja inmobiliaria que acabó por estallar, mientras que, en la actualidad, el país sufre, además de por los efectos dramáticos de la pandemia sobre la salud pública, por no haber diversificado el modelo productivo, excesivamente volcado hacia turismo y la hostelería. En algunas zonas del país, incluso, llegando a ser una actividad casi hegemónica.
El turismo, como ha estimado el Banco de España, supone el 12,3% de PIB y el 12,7% del empleo, pero es que en algunos territorios representa más del 80% del valor añadido, con una particularidad: la demanda nacional solo cubre el 40% de la oferta turística, lo que nos hace depender mucho de los visitantes extranjeros. Y ello sin contar el llamado ‘efecto arrastre’ que tiene el turismo sobre otras actividades: alimentación y bebidas, servicios inmobiliarios, comercio, energía, transporte…
Un castillo de naipes
La hostelería, en concreto, representa algo más del 6% del PIB, lo que significa que prácticamente el 20% del producto interior bruto está seriamente averiado por la pandemia. España pensaba que había cambiado el modelo productivo porque el peso de las exportaciones, en particular las de servicios, estaban creciendo, pero a las primeras de cambio el argumento se ha venido abajo como un castillo de naipes.
El diagnóstico, por lo tanto, está claro: la economía española tiene que diversificarse y debe aumentar la productividad de todos los factores, capital y trabajo, para protegerse cuando cambia la coyuntura económica por razones cíclicas o surgen acontecimientos inesperados, como ahora. ¿Pero en qué dirección? De nuevo, las viejas preguntas: ¿Qué hacer? ¿Hacia dónde ir? ¿Por qué hemos llegado hasta aquí? ¿No es ya demasiado tarde para reengancharse a los avances tecnológicos? ¿Y si con el cambio la economía española pierde algunas de sus fortalezas? ¿O es que el problema es la globalización, que ha dispuesto una nueva división internacional del trabajo y que perjudica a economías medias como la española?
No es ningún secreto que el populismo ha crecido con más fuerza en algunos de los países más vulnerables por la globalización: EEUU, Italia o, incluso, España, muy dependientes de las cadenas globales de valor.
Por el momento, hay más preguntas que respuestas. Pero hay una que se abre paso: “Algo habrá que hacer”, que decía Jim Stark, el protagonista de Rebelde sin causa.
Todos los ojos miran a la innovación, a los avances tecnológicos, en pleno proceso de digitalización de la economía, pero el punto de partida es manifiestamente mejorable. Es como si España tuviera que correr los cien metros lisos y Alemania y otros países avanzados salieran 30 metros por delante. Un dato lo corrobora. Mientras que Alemania gasta un 3% de su PIB en I+D, España invierte un 1,2%, según AMEC, la asociación de las empresas industriales internacionalizadas.
Robots industriales
No es un tema menor. El haber invertido durante décadas en innovación y desarrollo hace que Alemania, por ejemplo, tenga el doble de robots industriales por cada 10.000 trabajadores que España, lo que hace que su economía sea más productiva. Ello no ha impedido, o precisamente por eso, que su tasa de paro (4,4%) esté a años luz de la española (16,2%).
¿Qué hay detrás de esta ventaja competitiva? Pues ni más ni menos que un esfuerzo inversor consolidado durante años, y lo que es más significativo: un sistema de formación profesional capaz de atender la demanda de las empresas.
De hecho, como han puesto de relieve muchos estudios es imposible cambiar el modelo productivo si previamente no se dispone de un sistema de aprendizaje digno de tal nombre. Y en esto España lleva mucho tiempo de retraso.
Es decir, no se trata de meter miles de millones al aparato productivo, como ahora se pretende hacer con los fondos europeos, sino lograr una distribución equilibrada y sostenida en el tiempo. Al fin y al cabo, la formación dual alemana (mitad trabajo y mitad academia) empezó con Bismarck hace 150 años y no es patrimonio ni de la derecha ni de la izquierda. A ningún Gobierno alemán se le ocurrirían ideas “imaginativas” poniendo en riesgo un activo fundamental de país.
El cambio de modelo productivo, por lo tanto, depende de dos cuestiones previas: hacer eficiente el sistema educativo, para lo que se necesitan varias generaciones, y un clima político e institucional favorable al entendimiento. Y hoy ninguna de las dos condiciones se cumplen de forma satisfactoria.
Hay más requisitos. Por ejemplo, adecuar el sistema fiscal a las necesidades de innovación; aumentar el tamaño de las empresas para que puedan innovar y dar formación a sus trabajadores; crear un ecosistema propicio para el crecimiento de los emprendedores; construir ciudades más sostenibles y, por lo tanto, más eficientes en términos de movilidad laboral; sanear las cuentas públicas para que desde el Estado se pueda financiar el nuevo modelo productivo o, desde luego, una reforma profunda de la Administración para que en lugar de ser un lastre por razones burocráticas se convierta en tractor del cambio, además de avanzar en la eficiencia energética o aprovechar las ventajas logísticas que supone estar a caballo entre dos continentes.
Es singular que en estos puntos casi todo el mundo estará de acuerdo. Desde el Círculo de Empresarios hasta los sindicatos. Desde Unidas Podemos hasta el Partido Popular. Los economistas de derechas y los de izquierdas. Y es entonces cuando surge la eterna pregunta: ¿por qué no se hace?
Consenso político
Hay pocas dudas de que el actual clima político no es el más favorable para tomar decisiones estratégicas. De hecho, cambiar el modelo productivo no es una cuestión de pocos años, sino de varias generaciones. No se improvisa con actos más propios del márquetin político, que busca las emociones, que de la inteligencia. Es decir, la condición necesaria, aunque no suficiente, es crear un consenso político que hoy no es posible en torno a determinadas estrategias. No será fácil, aunque, ironías del destino, la pandemia ha abierto una oportunidad histórica. Y, como casi siempre, ha llegado de Europa.
La crisis es tan profunda que hoy el viejo debate entre intervencionismo y mercado -entre Keynes y Hayek– se ha amortiguado de una forma poderosa. Intensa.
Ni los más recalcitrantes protestan hoy porque sea el Estado quien vaya a asignar los fondos europeos en aras, precisamente, de cambiar el modelo productivo, aunque luego sean las empresas privadas quienes lo ejecuten. Si en los años 80 o 90 alguien lo hubiera puesto sobre la mesa en estos términos, habría sido acusado de filocomunista, pero lo cierto es que hoy las economías hacen de la necesidad virtud. El Estado emprendedor se abre paso: ¿hasta cuándo? Y lo más importante: ¿en qué dirección?
Solo sabemos una cosa. Como escribió José Antonio Marina, durante siglos, la riqueza de las naciones dependía de sus materias primas, su producción agrícola e industrial, su población, o su potencia financiera. La situación ha cambiado, porque en una economía basada en el conocimiento y en la alta tecnología, el talento se ha convertido en la mayor fuente de riqueza. Lo dijo Churchill en Harvard en 1943, y esta cita es verdadera: “Los imperios del futuro serán imperios de la inteligencia”.