A pesar de la pandemia el comercio sufrió 13 nuevas normas cada día en 2020

Burocracia normativa

En 2019, en los distintos boletines oficiales se publicaron 476 normas para regular la actividad de las empresas de distribución (supermercados, autoservicios, etc.). Eso da una media de casi 2 normas por cada día laborable. Esa carga normativa, de por sí abrumadora, fue una nada comparada con la que vendría después: en 2020, fueron 590 las normas generales para el sector de la distribución (2,4 por día laborable), a las que se sumaron otras 2.686 más relacionadas con la COVID (casi 11 diarias). Es decir que, durante el año pasado, este sector fue objeto de 3.276 nuevas normas (más de 13 por cada día de trabajo).

Es sabido que la burocracia es un monstruo que se alimenta a sí mismo: para sobrevivir y crecer necesita complicar las cosas para que hagan falta más inspectores, asesores y demás personal y, a su vez, tener la excusa para pedir un presupuesto mayor. Por eso no puede sorprendernos que en el primer bimestre de 2021 se hayan superado los récords normativos anteriores. Aunque parezca mentira, en enero y febrero se publicaron 646 nuevas normas, lo que hace una media de 16,6 por cada día laborable.

Esta es otra forma de ver cómo el modelo autonómico (y el exagerado número de ayuntamientos) se ha convertido en un caos, que no solo alienta el separatismo y la disgregación nacional, sino que también complica la vida en el día a día. ¿Quiénes son los únicos ganadores de este modelo? Los políticos, los burócratas y los separatistas. Tres grupos con una característica común: viven del trabajo ajeno.

No es solo un tema de complejidad administrativa. Es una cuestión de bienestar general. Pese a que el grueso de esas normas se realiza con la intención de “proteger” al consumidor (como si los empresarios quisieran fastidiarlo o que se contagie de COVID), la realidad es que suponen un sobrecoste que debilita la productividad, encarece la inversión y reduce la creación de empleo.

Esta inflación normativa implica que hay mucha gente cuyo trabajo es redundante: normas de horarios, restricciones comerciales y limitaciones de aforo son diferentes en cada comunidad autónoma, cuando valdría una única regulación nacional. Si uno tiene una pequeña tienda, solo debe atender las normas de su ayuntamiento y comunidad. Pero para las cadenas con establecimientos en diferentes municipios y/o autonomías, la avalancha normativa tiene un coste concreto: que una parte de su personal se dedique a intentar cumplir todas las regulaciones, en lugar de pensar cómo servir mejor a sus clientes.

El trabajo redundante de los burócratas implica que hay un gasto público que podría eliminarse (y también los impuestos con los que se paga) sin afectar ningún servicio público. El obligar a las empresas a que parte de su personal se dedique a cuestiones burocráticas reduce sus márgenes por dos vías: incrementa los costes laborales e impide dedicar esos recursos a acciones de ventas, marketing o mejoras de procesos. Esa menor rentabilidad es la que desalienta la inversión y la creación de nuevos empleos.

Este es el ejemplo de un solo sector; no hay ningún motivo para pensar que en áreas como, por ejemplo, el transporte, las manufacturas, las telecomunicaciones, la agricultura o la construcción, la asfixiante carga normativa sea menor. Es difícil estimar de cuántos menos empleos y producción disponemos por culpa de nuestro modelo hiperburocratico. Seguramente, perdemos más de lo que imaginemos. Sea lo que fuere, es una pérdida de bienestar que no tenemos por qué sufrir. Se nos quiere convencer de que las autonomías y la multiplicación del número de ayuntamientos son buenas porque hacen que “el gobierno esté más cerca de la gente”. La verdad es que la frase debería completarse con un “para fastidiarla”.

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